viernes, 20 de marzo de 2015

SALIR EN LA TELE




Don Genaro se termina el postre y se va al bar antes de que Práxedes recoja la mesa. Normalmente se sopla dos copas de coñac mientras se hace hora de entrar a clase. Últimamente son tres o cuatro, sin hielo y siempre Carlos III, porque hace poco que ha salido en El Precio Justo y la gente le dice: «¡Le vi en la tele, don Genaro!» y le invitan a lo que quiera. Él señala la copa vacía y dice: «Una cocina bien apañada que me gané.», aunque sabe que no es necesario decirlo porque todo el pueblo lo vio ganarla. Que un vecino de Entrecerros salga en la tele es un acontecimiento y hasta los que le tienen tirria se sentaron esa noche delante del la pantalla. Así que cuando ganó un regalo del escaparate final a elegir, todos lo vieron brincar de alegría y comerse a besos a la azafata (Pepi Ramírez, que por esas cosas de la vida terminaría trabajando en el porno, pero no mientras mantuviese un cuerpo turgente y una actitud candorosa ante los productores de televisión sino cuando se hiciera vieja y las carnes le colgaran, cuando la pensión no le diera para comer y se viese obligada a follarse un montón de galgos, podencos e infinidad de razas caninas a 400 cochinos euros la escena). Luego se fue hacia Joaquín Prat y le dijo: «Señor Prat, es usted un santo.», y miró a cámara llorando para saludar uno por uno a la mitad de los habitantes de Entrecerros, en especial a su prima Concha, quien mandó la carta al concurso, a su hijo Genarito (de treinta y cuatro años: por si engaña el diminutivo) y a su mujer Práxedes, que no había podido acompañarlo por la ciática. Del mismo modo, todo el mundo sabe que no mencionó a Damián por lo que no lo mencionó. (Damián es su otro hijo, o su vástago descarriado, como a don Genaro le gusta pensar en él). Resulta que la criaturita (como su madre lo llama), en lugar de seguir el camino que sus padres le habían marcado y hacerse un hombre de bien (como suele denominarse a la gente monógama, con peinado discreto y oficio decente, lo que sorprendentemente incluye la abogacía) decidió de buenas a primeras, dejar los estudios de Derecho en el último año de carrera. Pero no para meterse a cura o militar, cosa que hubiera agradado a su familia, sino para irse a Madrid a estudiar interpretación. Desde entonces no se le ha visto por el pueblo. Ahora forma parte de un grupo de teatro en el que lo mismo le toca hacer de árbol que de rey moro que de puta albanesa. En fin, ya se sabe que en el mundo de la farándula corre la droga y los actores le dan al fornicio a granel; y lo que es peor, recientemente, eso dicen los rumores, se ha afiliado a la UGT. Pero ese tema no se lo sacan a don Genaro en el bar. En el bar le dicen: «Bien contenta que estará la Práxedes», a lo que responde: «Claro». Entonces le ofrecen un cigarro y él se lo piensa unos segundos pero dice que no, que tiene prisa, que llega tarde a la escuela.

 A pesar de que lleva dos semanas con los chicles de nicotina el Opel Kadett sigue apestando a Ducados. El humo se ha impregnado en la tapicería y, no se lo ha dicho, pero el ambientador de frutas tropicales que le ha colgado Práxedes del espejo retrovisor, su olor dulzón mezclado con el agrio del tabaco, a don Genaro le parece que crea una atmósfera de puticlub. Su mujer, además, le puso una estera de bolas en el respaldo del asiento. «Verás qué gusto te da en la espalda». También una virgen de Covadonga al lado de la radio, recuerdo de su viaje a los Lagos, y una foto de Genarito y otra de ella, de cuando la boda de Concha, en la que aparece con el pelo cardado, estilo tonadillera. Sobre el asiento del copiloto lleva los exámenes de 2º B, los folios sobresalen de la cartera, tienen las esquinas dobladas y sucias. Don Genaro mira los asientos desgatados, las alfombrillas ajadas, la manivela rota. Arranca y se desprende un botón del salpicadero. Acelera y don Genaro recuerda el todoterreno, flamante, girando sobre la plataforma giratoria del plató del Precio Justo, con Pepi Ramírez saludando desde dentro cual princesa puesta de coca (en los primeros años de los 90 se tiene la idea de que la devastación física que produce la heroína no es televisiva).

Al llegar al parking del colegio aprieta la lengua contra el paladar y traga saliva, una saliva de madera caliente que le cae por los hombros y le angustia el estómago. Necesita un cigarro. Se baja del coche y cierra con llave. Camina hacia el otro lado del coche, abre la puerta del copiloto, luego la guantera, coge un chicle y la cartera. Cierra la puerta, echa a andar y saluda al conserje.

Don Genaro, usted que tiene estudios sabrá de nitratos…

Anselmo, yo soy profesor de Lenguaje y Literatura, y tengo prisa.

El profesor escupe una goma húmeda y deforme y acelera el paso.

En el aula se oyen risas, gritos, arrastrar de pupitres, riñas. Pero cuando entra el profesor se hace el silencio. Los alumnos están en su sitio, los pupitres alineados, puede que justo en ese momento un avión de papel se estrelle contra la ventana. Están acostumbrados a verlo acercarse a su mesa despacio, sin saludar, concentrado en sus pasos, como si de la puerta a la mesa hubiese un cable de equilibrista. No borra el encerado, no suele utilizarlo, es capaz de dar toda la lección con los garabatos del maestro anterior en la pizarra. Lo ven sentarse, carraspear, sacar el material de su carpeta, siempre hace lo mismo; lo organiza todo sobre la mesa, se busca los anteojos en los bolsillos de la chaqueta, los limpia, se los coloca.

Andrés Díaz Molina. Reprobado. Por presentar una calografía ilegible

Dicho esto, regresa la mirada a los exámenes y continúa anunciando suspensos despreocupado.

A ver, don Genaro, yo no tengo culpa de que usted no sepa apreciar la LITERATURA ABSTRACTA.

Se lo dice con mayúsculas y un rumor de asombro y al final una risilla recorre la clase. A don Genaro se le encrespan los pelos de la nunca. Alza la mirada y ve una cabeza descollar entre un montón de cabezas achantadas. Es Andrés Díaz Molina, conoce a su padre, su padre es un chapuzas, un buen hombre, un día le dijo que si era menester le pegara dos pescozones a su zagal y andando. Suelta los exámenes y se incorpora, agarra a Andrés del jersey, le grita y suspende la mano en el aire. Andrés huele su aliento etílico, ve unos dientes con sarro y desportillados, no oye, sólo ve una boca moverse y siente unas gotas de saliva que le caen como lápidas en el entrecejo. Entonces, para sorpresa de todos, Don Genaro lo suelta y lo manda al despacho del director con un ademán que le deja el mismo sabor que los chicles de nicotina.

Regresa el profesor a su mesa, callado y con andar pesaroso, sin molestarse en disimular la borrachera, entre alumnos extraños que calzan zapatillas con cámara de aire, en un aula en la que no hay tarima, ni dejan fumar ni pegar hostias.



Suena el timbre y los niños salen de las aulas como si una morcilla se reventara. Inundan los pasillos con su griterío, sus carreras. En poco tiempo la escuela queda desierta, puede que en ese momento una cuartilla planee en el aire antes de acabar en el piso.
En clase de Lengua y Literatura, no han permitido que don Genaro terminara de dictar los deberes. Nada más oír la sirena (minutos antes ya estaban varios con las mochilas colgadas) han corrido hacia la puerta tirando sillas y arrastrando pupitres. Luego don Genaro ha pasado por entre las mesas y ha levantado las sillas caídas. Ha acariciado el borde de un pupitre pintarrajeado. Ha ido bajando las persianas una por una, viendo a los niños subir por los solares hacia el pueblo. Unos corrían, otros se agachaban con el propósito de arrancar bulbos o cavar guas, algunos subían encorvados por el peso de las mochilas hacia las casas grises, amontonadas en la ladera de un cerro redondo y seco. Faltándole poco para terminar, ha visto la luz colarse por los agujeros de una persiana, encendiendo las partículas de polvo. Ha pensado entonces don Genaro que queramos o no estamos conectados, todos los seres, pues respiramos nuestra piel muerta. Más tarde ha pensado que vaya tontería de pensamiento.


Entra en el bar, se sitúa en la barra y sin que pida le sirven una copa de coñac. «A la primera invita la casa, don Genaro, que un famoso es un famoso le dice el dueño». El profesor se la bebe de un trago: «Bueno, bueno —dice riendo—, no es para tanto».

¡Hombre, el artista, tómate otra que te convido!

No, Agustín, gracias, tengo que ayudarle a mi mujer que tenemos el enredo de los albañiles.

Ponle otra, Pipa. Qué le iba a decir, don Genaro, con eso de salir en la tele se ligará una barbaridad.

Yo tengo bastante con la mía, Agustín.

Usted siempre tan austero. Pues en este pueblo se ve que hay maricones demás porque a un servidor se le amontona el trabajo, no sé si me entiende.

Sale el último del bar. Se tambalea por la plaza solitaria, donde sólo se oye la persiana que baja el Pipa y algún regüeldo que se le escapa a don Genaro de camino al Opel Kadett. Aparca con rueda y media encima de la acera y entra en casa.

No hay ni rastro de suciedad. Se encuentra la nueva cocina totalmente instalada, con los mármoles relucientes y los números digitales de los aparatos parpadeando.

Práxedes, ¿estás despierta? dice don Genaro cuando entra en el cuarto, pero el bulto bajo el edredón no contesta.

Se desviste y se mete en la cama. Le sube el camisón y le restriega el pene, flácido, intentando penetrarla por detrás.

Colabora un poco.

Pero sólo siente que Práxedes se tensa. Al rato se da por vencido. Le mete la mano entre las nalgas y con la otra se masturba. Cuando el movimiento es frenético y le falta poco para eyacular,  oye los sollozos de su mujer y se levanta enfadado, se pone los pantalones y se va a su despacho dando un portazo. Rebusca entre los cajones del escritorio y encuentra un paquete de Ducados. Sale al balcón. Aspira el humo y lo retiene en los pulmones. Desde allí se ve la mayoría de los tejados de Entrecerros. Se le ocurre que las antenas de televisión son como brazos estirados hacia el cielo, brazos de hambrientos pidiendo pan, y que tal vez un día le devuelvan a Damián en forma de presentador elegante. Ya se imagina arrodillado, acariciando la imagen de su hijo, y la desolación de sólo sentir el hormigueo eléctrico de la pantalla. 

Respira, suelta el humo, pero no sale nada.