jueves, 3 de abril de 2014

Cuando los elefantes luchan, la hierba es la que sufre




Vivimos una época de crisis socioeconómica, no hace falta decirlo, de podredumbre política, de pobreza intelectual. Vivimos por lo tanto una época de desesperanza, en la que proliferan voces que hablan de revolución y oídos dispuestos a escucharlas. ¿De verdad es esa la única salida? ¿Qué es en realidad una revolución?
El profesor Garrido la define como un periodo en el que se producen cambios violentos en las instituciones políticas, económicas y sociales de una nación, a mayor velocidad que en los «periodos de inercia».
De esta manera, el Antiguo Régimen (monarquía absoluta y sociedad estamental, resumiendo demasiado) desapareció paulatinamente en Europa por el efecto de tres revoluciones: la americana, la francesa y la industrial. Pero ¿cuáles fueron algunas de las consecuencias inmediatas de estas revoluciones?:
La primera consecuencia de la Revolución Americana, que comenzó con la matanza de Boston, fue la constitución de un estado capaz de redactar una declaración en la que se proclama que todos los hombres son por naturaleza libres e independientes, mientras esclavos negros sirven el té, ya sin impuestos.
La primera consecuencia de la Revolución Francesa, que consistió en una masacre festiva para matar a un rey absolutista, fue Napoleón, un emperador.
La primera consecuencia de la Revolución Industrial, fue la explotación industrial del trabajador. Aquí habría que abrir un capítulo a parte: la explotación industrial del trabajador dio lugar a teorías que dieron lugar a la Revolución Rusa, cuya primera consecuencia fue el exterminio, un régimen totalitario, que chocó en la Segunda Guerra Mundial con otro régimen totalitario, surgido también en un periodo de crisis y que también exterminaba.
Es decir, las revoluciones son un desastre añadido a otro desastre. Sin embargo, esas tres revoluciones, que bebieron de teorías de filósofos ilustrados como Montesquieu, Rousseau o Adam Smith, sembraron las ideas y sentaron las bases económicas necesarias para la consecución del régimen actual (representación parlamentaria elegida mediante sufragio y ascensión social a través del trabajo, resumiendo demasiado). Pero sucede que ante la maquinaria lenta y oxidada de nuestra democracia, la corrupción de nuestros representantes y la dificultad para acceder al mundo laboral, un ciudadano de hoy en día puede llegar a sentirse tan desamparado como un bracero de la Edad Media.
España es un buen ejemplo de ello. En España, con la excusa de atender las necesidades del español de a pie, se ha creado un entramado de administraciones excesivamente pesado (concejales, alcaldes, diputados autonómicos, consejeros autonómicos, presidentes autonómicos con sus asesores autonómicos; diputaciones, senadores, agregados en general, diputados nacionales, ministros, presidente con sus respectivos asesores y familia real decorativa; resumiendo demasiado), que hay que sostener y a través del cual las necesidades del español de a pie se difuminan, y cobran trascendencia las necesidades del español de a coche oficial. Mientras los ciudadanos sufren las consecuencias de la crisis, soportan y pagan los excesos del sistema financiero, ven crecer los casos de corrupción y menguar su bienestar, los políticos no buscan un diálogo constructivo, no hay un nuevo discurso para una nueva situación, no hay intercambio de opiniones ni voluntad de llegar a acuerdos. Se limitan a recitar el ideario de su partido, con orejeras, se conforman con que el otro lo hiciera peor y convierten el debate parlamentario en un partido de fútbol. Las hinchadas son los diputados, los diputados son personas que se dedican a votar lo que manda el partido, cosa que podría hacer una gallina amaestrada.
Ante tal panorama, cada vez más gente reniega del sistema. Por un lado hay quienes añoran la dictadura de Franco y por otro quienes abogan por una revolución. Esto, que en principio podría considerarse anecdótico, delirios que siempre estuvieron ahí, tiene hoy un aparente fundamento y adquiere dimensiones preocupantes a través de las redes sociales, donde las opiniones degeneran en proclamas.
Nadamos en un caldo de cultivo ideal para que medren iluminados con soluciones milagrosas, como sucedió en la Alemania de 1933, o que se alienten movimientos revolucionarios; tipos que suelen tener en común el estimar que hay demasiada gente viva. Tipos que se apoderan de las protestas legítimas de los ciudadanos, utilizan el cabreo generalizado y prostituyen los ideales con un único y verdadero objetivo: llegar al poder; terminan pareciéndose tanto los líderes revolucionarios a los reyes absolutistas…
A pesar de todo, uno se empeña en creer en el sistema, de la misma manera en que mi madre no deja de creer en Dios porque haya curas pederastas. Me digo que es el mejor posible y que posee las herramientas necesarias para regenerarse. Que puedo decirles que, si es necesario recortar, precisamente la educación y la sanidad debería de ser lo menos damnificado, que hay que adelgazar la administración y no sólo despedir a funcionarios de bajo rango, que abran las listas, que se escriban los discursos al menos. Conocemos esos casos de corrupción porque los juzgamos, me digo. La crisis, en lugar de llevarnos a otro desastre, ha de servirnos para adoptar una actitud crítica, exigente y responsable, a todos.
Lamentablemente, me descubro realizando un acto de fe. Y de nuevo me veo encerrado en este girar y repetir hacia la nada.
Cuando pienso en todas las instituciones creadas para ampararme, me siento tan desamparado. Cuando pienso en todos los políticos que hablan en mi nombre, me siento tan silenciado. Cuando siento aproximarse a mis salvadores, me asomo al hueco amado de mi tumba.
Más deprisa o más despacio, la historia del hombre es la historia de la masacre, y las revoluciones sólo sirven para cambiarles la cara a los asesinos.