−Los lunes y los miércoles
son los días de los asesinatos; los martes y los jueves, de los suicidios. ¿Te
enteras?
−Sí.
−¿Lunes y miércoles?
−Asesinatos.
−¿Martes y jueves?
−Suicidios.
−¿Viernes y sábado?
−Eh… No sé, no me lo ha
dicho.
−Eso no es excusa. Viernes
y sábado ejecutamos a los sidosos. El domingo puedes ir a sodomizar cabras.
Al agente Niceto le cabrea
tener que explicar las cosas.
−El aspirante a asesino se
persona en las dependencias y rellena los impresos A7/C y A7/D. Datos
personales, preferencias… o sea, modalidad: el clásico acuchillamiento, hachazo
limpio, etcétera. En oficinas le sellan los papeles y le etiquetan el arma
homicida, que se queda en las dependencias hasta que se le asigne víctima y
fecha del crimen.
−¿Se refiere a las
dependencias policiales?
−¿Vas vestido de torero?
−…No.
−¿Y yo? ¿Voy en traje de
luces? —A la mesa de al lado—: ¡Fermín!, ¿Voy en traje de luces?
−No, Niceto.
Al nuevo compañero:
−¿Es esto una plaza de
toros, soplapollas?
−No. Es una comisaría.
Niceto resopla. Prefiere patear
las calles hasta que la niebla le escurra por detrás de las orejas. No hay nada
como apalear a los mendigos por la mañana. La comisaría huele a papel, a ruido
caliente de ordenadores. Huele a sudor de plástico, a impresora. El timbre de
los teléfonos rebota en las paredes. Los fluorescentes blanquean el trajín, mecanizan
las conversaciones y los movimientos abúlicos de los policías. El nuevo es un
niñato afeminado que asiente y toma notas.
−La víctima tiene que
rellenar el impreso V7/C, y el V7/D, que son iguales que el A7/C y el A7/D,
salvo que en el V7/D hay un recuadro de libre redacción; el que no lo deja en
blanco lo dedica a insultar a la familia. Oficinas nos pasa los perfiles y el Afiniti los empareja con cien por cien de
compatibilidad. Las víctimas suelen ser
suicidas sin cojones y, como hay cola y el papeleo se eterniza, algunas se
echan atrás. Pero eso no es inconveniente: que la víctima se resista le da
romanticismo al asesinato y se luce de la hostia.
−Disculpe, pero… ¿podría ir más despacio?
−No, ¿any problem?
−Perdone, pero… ¿qué es el Afiniti?
−No jodas que no sabes qué es el Afiniti.
Claro, en tráfico tenéis bastante con desentrañar rotondas. Es un programa
informático que, basándose en los datos de los perfiles, asocia a los
aspirantes con mayor grado de afinidad. Oye, ¿tú te pajeas?, seguro que te
pajeas mirando fotos de cabras.
Y prorrumpe en carcajadas
ante la mirada atónita del novato, que se remueve incómodo en el asiento. La hilaridad
de Niceto crece hasta el punto que se le
ruborizan los mofletes y se le encharcan los ojos. De pronto, como si alguien
pulsara un interruptor en su cabeza, solemniza el rictus y continúa hablando.
−Los suicidios llevan menos faena. El suicida tiene que rellenar el
impreso V7/C. También hay un recuadro de libre redacción, pero no se admiten tostones
filosóficos, sólo insultar a la familia. La fecha de la muerte se le notifica
por sms. Nosotros nos personamos en su casa y nos ocupamos de que todo se haga
conforme a los documentos. ¿Te coscas o no te coscas?
−Sí, señor.
−¡Oh, no! No me llames
señor —dice abrumado—. Ya que vamos a ser compañeros llámame… amo o excelencia…
no, mejor alteza… no, mejor… ¿Estamos?
−…Sí.
−¿Sí qué?
−Sí…¿estamos?
La instrucción del nuevo, al que había
tachado de inepto nada más verle las trazas y ahora de subnormal, agudiza la
asfixia que le produce el trabajo de oficina. Hay un dispensador de agua al
fondo del pasillo, junto a la sala de interrogatorios y la máquina del café. El
botellón está ligeramente quebrado y resuda. Cuando se forma una gota en la
superficie del plástico una pequeña burbuja emerge y explota en sus oídos. Legajos
de informes cambian de mesa sin que nadie los concluya, van ajándose hasta que
alguien los cuña y los confina en el archivo. La puerta del archivo se abre y exhala
un aliento de fosa que se estampa en el flequillo ralo de Niceto. Fermín
siempre se sienta en borde de la silla, inclina la espalda hacia delante y
apoya los antebrazos a lo ancho de la mesa. Posa la barbilla sobre los dedos
enlazados y lee una revista. Los anteojos se deslizan por su nariz punteada de
gotitas brillantes y poros sucios; a Niceto le repugnan las marcas rosáceas que
el armazón de las lentes graba en la piel de Fermín. Más lejos se encuentra el
despacho del comisario. En estos momentos reprende a alguien tras el cristal; los
improperios empañan el cristal y avanzan
amortiguados hacia su rostro pansido.
−Le llamaré como quiera —dice el nuevo—. ¿Sabe?, para mí es un honor
trabajar con usted.
Niceto cuenta con dos
condecoraciones; una por descubrir y quemar una biblioteca clandestina en el Otoño
de las Manos Frías, durante la purga literaria; otra, hace poco, por denunciar
a su antiguo compañero ante la Comisión de Culto al Líder, que se encarga de
velar por que la adoración al caudillo sea unánime y apasionada, y de detectar
posibles «fisuras» y «depurarlas». Niceto se percató de que Willy sólo movía
los labios durante el himno y en una ocasión le oyó sugerir que el Amadísimo,
tal vez, se estuviera haciendo viejo. Se
puso en marcha una investigación secreta; ya se sabe, se encontraron indicios
que llevaron a conclusiones, se le acusó de planear un atentado contra el Líder
y Willy desapareció de la faz de la tierra.
En principio, a Niceto le
iban a preparar una ceremonia por todo lo alto; nada menos que Stuart de Dios, ministro
de Interior y Adoctrinamiento, le impondría la medalla. Su foto saldría en la
portada de los periódicos, lo aclamarían como héroe nacional y el Amadísimo le
invitaría a tomar café todas las tardes; tales cumbres alcanzaban las quimeras
de Niceto, aunque supiese que el pueblo cree a ciegas en la inmortalidad del
Amadísimo, y no concibe que una bala del 39 pueda ocasionarle algún daño.
En el último momento, a
Stuart de Dios lo requirieron asuntos de vital importancia, el acto se canceló
y en su lugar un funcionario de poca monta le entregó la distinción en el
parking de la comisaría y le estrechó una mano fofa y húmeda. Encima, en vez de
tocarle un adlátere hosco y feo, que escupa y maldiga, le encasquetan un
pimpollo, muy rubio y muy finolis, perfumado, que lo mira con devoción. Esto le
toca las pelotas a cualquiera.
−¿Y tú cómo te llamas,
capullito?
−Sereno García.
−No me gusta. Te vas a
llamar Capullito.
−Pepero…
−Se me calle.
−Pe…
−Chitón. Lo de los sidosos
está claro, ¿no? Cumplimos la ley de saneamiento; se les electrocuta y punto.
Faltan unos segundos para
que den las 9. Dejan de sonar los teléfonos, de gruñir las impresoras. Todos los
agentes suspenden sus asuntos y forman frente al retrato del Amadísimo. Cada
uno ocupa su puesto. Ninguno se retrasa. Fermín tiene calculados los pasos que dista
cualquier rincón de la comisaría hasta el retrato del Amadísimo, y el tiempo
que tarda en recorrerlos según le apriete el reuma. La estampa es igual que la
que uno se puede encontrar en los ministerios, los colegios, los hospitales,
las fábricas, las granjas, las casas ricas y las pobres, en los restaurantes y
en las casetas de racionamiento, no sólo en la capital sino en todo el país. La
misma imagen se reproduce en los cines (antes de que comiencen y al terminar
las películas, basadas todas en sus «proezas bélicas contra los mundos depravados
de afuera») y en la cabecera de los noticiarios, incluso hay dos canales de
televisión que se ciñen a emitir la imagen del Amadísimo con el himno de fondo
las 24 horas del día, y son los de mayor audiencia (junto con el Chánel 5, que programa
constantemente las 19 temporadas de los Power Rangers). En la estampa, el Amadísimo
aparece montado en un semental castaño con la crin al viento que pisotea dos
leones. Va vestido con el uniforme de Power Ranger Negro, sin casco. El retrato
se pintó cuando tenía 39 años, atendiendo en la era digital a una más de sus
veleidades, pero sus facciones son aniñadas: mentón retraído, boca diminuta,
pegada a la nariz, frente ancha y pelo arremolinado. Con una mano sujeta las
riendas y con la otra blande una rosa y una espada. De fondo hay unas montañas
nevadas, empequeñecidas, y un sol también raquítico en comparación con su facha
resplandeciente. Cuando son las 9 en punto de la mañana, el país entero se
detiene y, con entusiasmo, el brazo alzado, canta el himno:
¡Oh, Amadísimo!
¡Oh, amante amador de todos!
¡De todos, padre!
¡El hierro y la flor en tu mano!
¡Tu gloria nos hace grandes!
En la comisaría, el
comisario grita con ojos chispeantes:
—¡Go go!
A lo que todos responden
al unísono:
—¡Power Rangers!
Y de nuevo:
—¡Go go!
—¡Power Rangers!
Da un paso al frente y se
gira para ver bien a sus hombres. Guardan un adoquín de distancia; los pies
juntos, el brazo tenso, el mentón apuntando al techo. «Fermín, ratón de oficina
—piensa el comisario—. Luis, simplón y musculoso, ideal para transportar
cadáveres. Kevin, Robert, Santos, Niceto…»
−¡¿Sois autobuses?! —dice.
Un silencio interrogativo
se expande por la sala. Fermín se estira de tal modo que se tambalea. El
comisario está frente a él.
−Decidme, coño, ¿Sois autobuses?, Fermín, ¿eres un autobús?
−¡No, señor!
Rápidamente el comisario
echa mano de su pistola, pero se le engancha en la funda y tiene que tirar
varias veces. En ese instante, Fermín suda a chorros, las sienes le van a
estallar, ¿por qué le pesan tanto las orejas, va a morir ahora, por qué mierda
le pesan tanto las orejas?, sólo se le ocurre decir: Tiene que abrir la, pero
antes de que termine la frase el comisario le ha pegado un tiro.
Los demás procuran
mantener el tipo, se oye algún jadeo, algún llanto.
El comisario sigue andando
y tiene que dar un saltito para no pisar la sangre de Fermín.
—¡Joder, ¿sois autobuses o
no?!
Alguien le da un pañuelo al comisario para que
se limpie. Se para frente a Niceto, que tiene en la cabeza millones de respuestas, que tiene la cara llena de salpicaduras de
sangre, que se ha meado encima, que se echa a llorar; pero el comisario le tiende
el pañuelo y sigue andando. Mira a Santos, que tiene una mota de sesos en el
labio que le pica una barbaridad pero que no se mueve ni un milímetro, que mira
una grieta en el techo como si viera a Dios. Pasa frente a Capullito, que sólo
piensa en su madre, y retrocede de nuevo hasta Niceto, que está terminando de
limpiarse ya más tranquilo.
—Dime, hijo, ¿Eres un
autobús o no?
—¡Sí, señor! —contesta
Niceto.
Y el comisario le pega un
tiro en la cabeza y su cuerpo cae como una mierda densa en el váter. En la
cabeza, y su cuerpo cae como una mierda densa en el váter.
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