jueves, 14 de marzo de 2013

La Tormenta






   A mi abuela Mercedes le cayó un rayo y se fue a comprar un dedal. Mira que hay espacio en el campo y gente dañina en el pueblo, pero no, le tuvo que caer a mi abuela Mercedes que me hacía tortas fritas los sábados por la mañana
   Le faltaban unos pocos metros para llegar a la mercería de la Pequeñusa cuando le sacudió el trallazo. La atravesó, pero apenas se dio cuenta, siguió su camino como si tal cosa.
   La Pequeñusa estaba apoyada en el mostrador (lo habían rebajado para adecuarlo a su estatura pues más que enana era subterránea), anotando en su libreta que le faltaban terciopelo, acericos y borlas. Nunca apuntaba nada porque a su edad conservaba una memoria prodigiosa, sin embargo, les tenía pánico a los truenos y escribir la distraía de la tormenta.
   Oyó abrirse la puerta, terminó su anotación y levantó la vista. Mi abuela humeaba y chispeaba, según me contó después la mercera. Le quedaban llamas en el pelo, no tenía labios (se le habían deshecho), hebras eléctricas se estiraban desde su cuerpo a las zonas metálicas de la mercería.
   −Buenos días, quería un dedal.
   Y cayó muerta. Se golpeó contra los anaqueles de atrás, unos rollos de tela, una mesa y finalmente, por un antojo de la gravedad, quedó en el suelo con el culo en pompa. La Pequeñusa lo observó todo con la boca abierta, le costó deshacerse de la estupefacción antes de salir corriendo.
   Yo había decidido dedicar mi primer día de vacaciones a la lectura. Me senté junto a la ventana de mi habitación para aprovechar la luz natural. Como me suele pasar cuado llevo mucho tiempo sin leer, me costaba concentrarme y cada dos por tres miraba al exterior. Empezó con una brisa que dio paso a un vendaval que desbarataba bandos de gorriones; vapuleaba el tendido eléctrico, las persianas; zarandeaba las antenas de los tejados. Vi emerger las nubes negras por encima del campanario de la iglesia. Mi vecina Paca salió a recoger la ropa previendo la tromba que se avecinaba, la mujer de Rouco, que venía de comprar el pan por la calle de los ciegos, aceleró el paso. En cuestión de minutos la masa oscura invadió el cielo, anocheció. Paró el viento y  al estar las calles desiertas fue como si afuera también se hubiese detenido el tiempo.
   Me dirigía al salón a por un flexo cuando me sorprendió el relámpago. Quedé inmóvil. Aguardaba a oír el trueno. Nada. Esperé unos segundos más. Nada. En lugar del trueno llegaron a mis oídos los gritos de auxilio de la Pequeñusa.
   Al salir a la calle percibí el olor, un olor que me recordó el día que mi abuela echó los cachorros de la Rubia a la lumbre.
   Cuando llegué ya habían acudido varios vecinos. Un corro de gente atendía a la Pequeñusa, que estaba tirada en la acera gritando: «¡Ay que la ha matado el rayo!» Rouco salió de la mercería tapándose la boca.
   −No entres, hijo, está como un pollo frito.
   Entré. Se habían llevado la corriente. La luz trémula de las velas, los pijamas colgando, las caras de pánfilas de las Vírgenes que la mercera tenía por decoración. Dentro el olor era un tufo que se podía mascar y hacía que escocieran los ojos. He de reconocer que al verla venció al dolor el asco y la comicidad de la pose que presentaba. La mayor parte de la ropa se había quemado, por zonas estaba pegada a la piel. El pellejo se había encogido y levantado a rodales mostrando una carne blanca. En la cabeza le quedaban unos cuantos pelos que parecían alambres retorcidos. Me habría gustado darle la postura solemne de los cadáveres decentes, pero tuve que salir de allí empujado por las arcadas.
   Tosí, carraspeé, escupí; todo inútil, la peste seguía pegada en mi garganta. Afuera, los vecinos que se habían aglomerado llevaban pañuelos a modo de mascarilla, como bandoleros. Bajo aquella luz carecían de silueta. Somos según la luz que reflejamos. Necesitamos la luz, no la luz fría y convulsa del relámpago sino la luz cálida que recortaba a mi abuela cuando me cosía los pantalones en el patio. Lloraba, quizá por eso los vecinos fueran borrones en medio de la calle.
   De pronto el flash de un relámpago me desveló las miradas atónitas por encima de sus embozos. Algunos encogieron la cabeza entre los hombros. Callaron. Incluso la mercera controló su histeria. Aguardaban al trueno. Nada. La gente de pueblo cuando ve un relámpago espera oír el trueno y entonces se relaja. Nada. Es como si dijéramos: «Las cosas siguen siendo como las aprendimos.» Y eso nos aliviara, nos mantuviese cuerdos. Nada.
   −Rouco, no truena.
   −Ni truena ni llueve, hijo.
   −¿Por qué?
   −Dios sabe.
   La Pequeñusa comenzó a tirarse de los pelos:
   −¡Esto es cosa del diablo! ¡Esto es cosa del diablo!
   Don Sebastián el médico dijo que estaba en sock y que necesitaba descansar. «Pero no podemos llevarla a su casa; si la pasamos por la mercería, se nos muere del patatús.»
   −Llévenla a la mía –propuse no muy convencido.
   Nadie objetó. La metieron en mi cama y el médico le puso un calmante que la dejó grogui.
  Decidimos enterrar a mi abuela Mercedes cuanto antes, sin velatorio; el olor se propagaba por todo el pueblo, se colaba hasta en los hogares más alejados de la mercería estropeando guisados y haciendo llorar a las criaturas. Cuando fuimos a meterla al ataúd estaba tiesa, no pudimos enderezarla. Suerte que no era muy corpulenta y, sentándose Rouco encima, logramos cerrar la tapa. Sellamos la caja con silicona. Descartamos la idea de sepultarla en nicho junto a mis padres y mi abuelo. El Templado nos hizo el favor de cavar una tumba (todo lo profunda que pudo) con su retroexcavadora. Fueron todas medidas de urgencia para evitar que el hedor siguiera expandiéndose. Resultaron infructuosas. La ceremonia fue corta. Los presentes, los pocos que asistieron, resoplaban; algunos se descojonaban porque el cura ofició el funeral con una pinza en la nariz.
   Al cementerio bajamos sólo unos pocos: mi tía abuela Joaquina, Rouco, su mujer y yo. Estaba apartado, se accedía por un camino que atravesaba el rastrojo de don Cristóbal y bordeaba la era de los Ricos y la rambla de los novios, donde las parejas jóvenes iban a darse el lote. Las mujeres, enlutadas como cuervos, rezaban lo que mierda se rece en los entierros tras el coche fúnebre y Rouco y yo las seguíamos en silencio. Desde  allí se apreciaba la magnitud de la tormenta. Veíamos culebrear los rayos entre las nubes, caer a lo lejos enhebrando el cielo con la sierra; todos sin voz.
   Al comprobar la profundidad de la tumba, mi tía abuela Joaquina se me acercó preocupada y me dijo: «Mira que no sé yo si no la estaremos enviando directa al inferno.» 
   Una vez enterrada, vi que los cipreses se estremecían.
  −Rouco, se mueve viento.
  −Déjalo –exclamó el hombre brincando por entre las tumbas−. Que se lleve esta peste y esta tormenta que no es tormenta.
   En el nublo se advertía trasiego, pero no abría clara. El hedor persistía. Quizá la negrura envolviese el planeta entero. Quizá la peste hubiese impregnado cada partícula de la atmósfera y fuese mi abuela socarrada el olor mismo del aire. Rouco se detuvo en seco: «¿Oís? –Llegaba desde la sierra el aullido largo y triste del lobo−. Vienen a cenar.»
   Corrimos al pueblo. A medio camino un relámpago, el más intenso que jamás he visto, nos cegó y aturdió. Empezaron a caer pájaros muertos. Golondrinas, cuervos, gorriones, abubillas, palomos y hurracas se precipitaban humeando por todas partes. Joaquina clavó  las rodillas en el camino y comenzó a rezar, los párpados apretados, la barbilla apoyada en las manos fuertemente enlazadas. «Padre nuestro que…» Rouco y su mujer huyeron a refugiarse. Yo tiré de Joaquina, juro que tiré con todas mis fuerzas, pero no se movía. Las aves me golpeaban, estaban ardiendo. «Reza conmigo, Norberto, reza.»
   Me fui.
  Protegiéndome bajo las cornisas crucé el pueblo –hubiese pensado que estaba deshabitado de no ver pegados a las ventanas a los vecinos boquiabiertos-  y llegué a mi casa. Antes había visto luz en la de Rouco y supuse que la pareja estaba a salvo. Me encontré con don Sebastián en el portal.
   −Está dormida, procura no despertarla. Yo me voy que tengo que ponerme el traje de luces.
   −¿Cómo? 
  −En media hora toreo en las Ventas, muchacho. Seis Miuras para mí solito, pero para mí solito, ni picadores ni hostias.
   Todos se estaban volviendo locos. Como si de algo le sirviera, le di un paraguas y se alejó por en medio de la calle tan campante, mientras los pájaros le rompían el paraguas. Subí las escaleras, fui a la cocina, abrí la nevera, la cerré, me dirigí al aseo y me di la vuelta en el pasillo. Está como un pollo frito, el culo, la peste (ya no se olía, éramos peste), ¿y Joaquina?, no truena, el cura tenía voz de alienígena con la pinza, vienen a cenar, los Miuras, directa al infierno, llueven cuervos y se oyen chocar contra el tejado, reza, no truena, ¿cuántos pájaros hay? Van a romper las tejas. Entré en mi cuarto y me desplomé en el sillón.
   La Pequeñusa, con la sábana hasta la barbilla y la cabeza hundida en la almohada, daba la impresión de haber menguado un poco más. Me acerqué y observé que sudaba; le trepidaban los ojos bajo los párpados, le temblaba el labio y profería ruidos extraños. «Pobre −pensé». Despertó sobresaltada e intenté calmarla. «Ay, Norberto –me dijo−, que te has quedado solo en el mundo, y el mundo es muy perro.» Me dije que qué sabría aquella tendera del mundo, si no había salido de la mercería. Logré que volviera a dormirse. Pensé: «Toda la vida yendo a misa, cosiendo túnicas». Pensé: «Mi abuela decía que siempre fuiste una estrecha y que las feas no pueden permitirse ser estrechas.»
   Cesaron los golpes en el tejado. Me asomé a la ventana. Vi a Paca en el balcón con el cadáver de un pájaro en el regazo, peinándolo y hablándole como a un bebé.
    −Paca, ¿qué haces? Métete dentro ahora mismo.
    −Hay que criarlo otra vez, si yo muriese me gustaría que me criaran otra vez.
   Entonces lo vi venir por la calle de los ciegos, serio y con las orejas y la cola levantadas. Olisqueó un par de gorriones y se quedó mirándome. Vinieron más lobos atraídos por el hedor. Escarbaron todas las tumbas del cementerio y rosigaron los huesos de los difuntos. La única que se salvó fue mi abuela Mercedes por estar demasiado profunda. Se adentraron en las calles devorando las aves aún calientes.
   Oí un disparo y después un aullido corto y agudo. Era Rouco con su escopeta. Disparaba ora a los animales ora al nublo, exigiéndoles a ambos que se marcharan. «¡Rouco,  mi tía Joaquina se ha quedado en la rambla!», le voceé. «¡Cabrones!», gritaba mientras lo perdí de vista. Cerré la ventana y me desplomé de nuevo en el sillón. Dios. Quería cerrar los ojos y que todo desapareciese. La mercera se incorporó gritando. Me senté en la cama y la abracé.
    −Vamos, vamos.
   −¿Te acuerdas de cuando tu abuela te mandaba a por ovillos y yo te regalaba chicles? De menta, los de fresa no te gustaban.
    −Sí.
    No me acordaba.
   Tronó sin más, rugió el cielo durante mucho tiempo. La onda hizo vibrar los cristales. La Pequeñusa se agarró a mí con más fuerza y sentí sus pechos fofos aplastarse contra mi pecho. Nuestras bocas se estamparon. Rompió a llover.
   Llamaron a la puerta, bajé a abrir y vi a Rouco empapado, con la escopeta posada en el suelo y los zapatos de mi tía abuela Joaquina en una mano. Me los acercó. «Las sobras, hijo; las sobras.» Y se puso a llorar.

   Han pasado ya varios años de los hechos que relato. Desde entonces no he vuelto a cruzar palabra con la mercera. La Semana Santa del año siguiente salió con la hermandad del Nazareno flagelándose, yo creo que no lo hice tan mal. Cada vez que el cielo se encapota la gente adopta una actitud mohína, pero nadie hace mención a lo ocurrido. Si ven relampaguear, se encierran  en sus casas y rezan para que no se ausenten jamás los truenos. Todavía hoy, cuando sopla el levante, se percibe el hedor de mi abuela Mercedes atravesada por el rayo.