Entreabrió
los ojos justo cuando la oscuridad de su cuarto comenzaba a palidecer y los
gruñidos de los muebles se iban haciendo imperceptibles. Mantuvo la cabeza en
el olor rancio y caliente de debajo de las mantas un poco más, mientras sus
neuronas se desentumecían, mientras afuera la luz iba destapando todas las
cosas despreciables. Primitivo Suárez disfrutaba de ese instante en que aún no
recordaba quién era y nada podía torturarlo.
A
su lado había un despertador con las manecillas fosforescentes. Se lo dieron en
la caja de ahorros por hacer un plan de pensiones. Era de forma cuadrada, cosa
que a su mujer, que hasta entonces no se le había ocurrido que los relojes
pudieran dejar de ser redondos, le pareció algo digno de admiración. Pero la aguja
del segundero emitía un sonido insoportable, parecido al de los besos cortos y secos. Durante
las primeras noches a Primitivo no le dejaba dormir, y a su mujer le habían
dicho que es posible que ese sonido se contagie al corazón, hasta que empieza a
latir a ese ritmo insano y te da un infarto mientras duermes. Con esa angustia
se iban los dos a la cama. Antonia propuso ponerlo en la cocina o tirarlo a la
basura, pero su marido le dijo que hiciera el favor de callarse, que era un
reloj de dormitorio y pasara lo que pasara las cosas que te regalaba el banco
había que aprovecharlas. Al poco tiempo se acostumbraron y dejaron de oírlo.
Antonia
se había levantado veinte minutos antes. Sin encender la luz y sin hacer ningún
ruido, había encontrado las zapatillas y la bata. Después le había calentado los
calzoncillos en el brasero, le había dejado la muda preparada encima de la
cómoda y había vuelto a cerrar la puerta despacio, con un gesto de
estreñimiento. Cuando sintió los pasos de su marido en el pasillo se le cayó la
tapa de una fiambrera. Estaba preparándole el almuerzo con el vientre apoyado
en el mármol.
−Buenos días –dijo sin girarse.
A
Primitivo le esperaba un vaso de leche humeante en la mesa de la cocina. Se
sentó sin contestar y alargó los brazos sobre el hule. El vaso le quedaba cerca
del pecho e inclinó la cabeza.
−Te voy a echar bacalao con tomate ‒dijo
Antonia.
La
mujer hablaba sin dejar de mover tuppers
y pasar la bayeta por la encimera. Primitivo vio unos pequeños grumos de cacao
flotando en la leche.
−Hoy voy a ir a las Amas de Casa ‒siguió diciendo Antonia.
Primitivo
agachó un poco más la cabeza y abrió los ojos de par en par. Los grumos de
cacao dejaban una estela al deshacerse, como sangre escurriendo por el
fregadero.
−Ya lo tienes –dijo Antonia al darse la vuelta−. ¿Qué haces? ¿Qué pasa, aún está caliente? Te cambio el vaso.
Antonia
cogió un vaso frío y al aproximarse a la mesa Primitivo la agarró de la muñeca
con tanta fuerza que el vaso frío se hizo añicos en el suelo. Él continuaba con
la mirada fija en la superficie de la leche caliente.
−¿Qué es esto?
−Es tu desayuno.
Primitivo
la miró como si acabara de advertir su presencia. La cogió de la nuca y apretó
hacia abajo, encorvándola hacia la mesa, que se estremeció derramando parte de
la leche.
−¿No lo ves?
Antonia
sentía cómo le tiraba el pelo y las uñas de su marido clavadas en la piel.
−¿No lo ves? ¿No lo ves?
De
pronto Primitivo pareció relajarse. Antonia dejó de sentir presión sobre la
nuca y tuvo un momento de alivio. Tras unos segundos en silencio, acercó su
cara a la de Antonia con la expresión de quien es capaz de visualizar todos los
microorganismos asquerosos que habitan en el cutis. La mujer vio la maraña de
pelos húmedos que brotaba de su nariz, oyó el silbido del aire atravesándola.
Olió su aliento a tabaco negro y tuvo la amarga sensación de que era su aliento.
Vio sus labios escamados, con motas de saliva viscosa en las comisuras. Vio que
se abrían y contorsionaban lentamente, hasta dibujar una sonrisa.
−Está caliente −dijo.
La
soltó, cogió su almuerzo y se fue a trabajar.
Antonia
se dejó caer en la silla mientras se decía muchas cosas enredadas a sí misma,
de la cuales solo pudo entender que tenía que barrer los cristales. Al cabo de
un rato se dio cuenta de que estaba intentando recogerlos con una sartén.
El
viento raspaba una masa solitaria de nubes. El sol ascendía despacio, allá,
sobre una hilera de pinos abandonados entre los cultivos. Más bien era una luna
frágil y temblorosa que luchaba por desprenderse de los brazos de los árboles. Primitivo
daba tumbos en su Rieju Confort 501 por una carretera angosta y plagada de
baches. En la parte trasera le había acoplado una caja de plástico que utilizaba
para llevar el macuto y las tijeras de podar, o el perro cuando se iba de caza.
La esponja del asiento estaba totalmente desgastada; Primitivo había amarrado
al chasis unos cuantos sacos de pienso que le proporcionaban un pésimo acolchado.
La carretera se retorcía hacia el oeste sobre la espalda rocosa de una colina. Llevaba
un casco sin visera. Más allá de la colina, la carretera se estrechaba y el
asfalto se abombaba por las raíces de los árboles. El dolor de culo le subía
hacia las costillas. El viento frío le arrancaba lágrimas blancas que
terminaban empapando el interior del casco. El viento frío se le colaba por el
cuello de la camisa y le ponía los pezones tiesos. El viento frío penetraba por
los agujeros de los guantes y sus dedos se volvían de metal. El viento frío le
golpeaba en la parte inferior de las espinillas y ascendía por el hueco de los
pantalones. Le gustaba esa sensación, y el ruido ronco y monótono de la Rieju.
A
orillas de la carretera, algunos tractores comenzaban a labrar. Primitivo se
desvió por un camino que empezaba cuesta arriba, aceleró al entrar y pequeñas
piedras salieron despedidas. El camino serpenteaba entre olivos viejos, viñas y
pedregales. Luego se allanaba y a pocos metros caía en pendiente, allí
aprovechó para poner la moto punto muerto y dejarse llevar por la inercia. Más
viñas, todas iguales, almendros en los ribazos. Atravesaba una rambla seca, en
cuyos lados relucían rocas subterráneas. Continuaba el camino, se
perdía entre bancales grises y olivos silenciosos, se marchaba tan lejos que se
juntaba con la sierra y la sierra con el cielo. Pero no Primitivo, Primitivo ya
había llegado a su viña.
Detuvo la moto donde no estorbase y se puso a
podar. En la parcela colindante estaba labrando su vecino Agustín y la
polvareda le hacía el trabajo más engorroso. Mierda viento. Agustín giró su
tractor al llegar a la linde y saludó a Primitivo con la mano. Éste permaneció
erguido entre las cepas, sin un gesto discernible en el rostro. Una vez que el
vecino no podía verlo, alzó el brazo y sonrió tan exageradamente que el polvo
se hizo barro en sus mellas negras y profundas. Los hombres levantan la tierra
y el viento se la mete en la boca, se dijo antes de volver a combar la espalda.
El viento araña las casas. Los hombres sacan las piedras, los días son largos
como ataúdes, se empeñan, y el campo bosteza, y el viento se nos pega a la piel
y nos agarra las venas y nos desbarata.
Y
el caso es que todo sería aceptable si el hijoputa del Agustín no estuviera
dando por culo.
Cuando
tuvo hambre se dispuso a almorzar. Había una piedra lisa debajo de un olivo, la
consideró buen asiento, pero antes le pidió permiso y la piedra le dijo que
hiciera lo que quisiese, que ella estaba hastiada de ver pasar los siglos de
los hombres. Sin comprender muy bien la respuesta, el agricultor apoyó las
posaderas sobre ella. El olivo, en cambio, era como suelen ser los olivos: poco
habladores.
−Te has sentado aquí adrede, ¿verdad? –le dijo la piedra a Primitivo Suárez.
−Puede ser.
Sacó
la fiambrera de bacalao y media barra de pan. Con la navaja iba cortando
pedazos de pan y mojándolos en el tomate mientras observaba los surcos torcidos
en la parcela de Agustín.
−¿Lo vas a matar?
−Puede ser.
−Matar a un hombre es matar a un hombre.
−Poco perdemos si me cargo al mierda seca
ese.
−La carne es blanda.
−Siempre jodiendo. Me labra las lindes, me
atropella el perro, se ríe en el tute…
−Todos
se ríen.
−Ése
lleva el sino de la jodienda grabado en la frente, como mi prima Isabel, que
nació de culo porque quiso.
−¿Y
quién te puso el mote?
−Así
lo dijo la comadrona: «porque quiso».
−Di,
¿quién te puso el mote?
−Agustín.
−Y no te olvides de que tu mujer te la pega
con él.
−No,
eso sí que no.
−Vamos,
si lo sabe todo el pueblo.
−Mi
Antonia es una santa.
−Ya,
y yo doy conferencias.
La
nube de polvo que levantaba el apero del vecino cayó sobre él y le echó a
perder la comida.
−¿Ves? Encima se chulea. Le va diciendo a
medio pueblo que no tienes huevos.
Primitivo
se había encendido un cigarro y chafaba hormigas con un sarmiento.
−¿Te acuerdas del despertador, Primitivo? ¿Te
acuerdas de cuando viste esas manchas blancas en el cristal? ¿Te acuerdas de
que ella quería llevárselo del dormitorio y tú no lo permitiste para que se
jodiera y todos los días al levantarse supiera lo puta que es?
Dio
una calada profunda y aguantó el humo en los pulmones. Entonces intervino el
olivo:
−Déjalo, ¿no ves que no tiene valor de matar
a nadie?
Y la piedra comenzó a reír; las carcajadas se
contagiaron al resto de las piedras, a las hormigas, a las cepas, «No son
cepas, Primitivo, son las uñas del diablo», a los pinos, a las liebres. Se
levantó y se puso la mano en la frente a modo de visera. La colilla apagada en
la boca; la navaja, destellando de limpia que la tenía, lista en la otra mano y
rabia, mucha rabia vieja dentro.
Un relato muy concreto, con mucho detalle y descripción. Me ha gustado mucho, sobre todo la primera parte. Te invito a mi blog:
ResponderEliminarhttp://tuymiriammartinez.blogspot.com.es/
Saludos, Norberto.
Saludos, Miriam. Me paso por tu blog.
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