jueves, 31 de octubre de 2013

Fueron las Piedras





Entreabrió los ojos justo cuando la oscuridad de su cuarto comenzaba a palidecer y los gruñidos de los muebles se iban haciendo imperceptibles. Mantuvo la cabeza en el olor rancio y caliente de debajo de las mantas un poco más, mientras sus neuronas se desentumecían, mientras afuera la luz iba destapando todas las cosas despreciables. Primitivo Suárez disfrutaba de ese instante en que aún no recordaba quién era y nada podía torturarlo.
A su lado había un despertador con las manecillas fosforescentes. Se lo dieron en la caja de ahorros por hacer un plan de pensiones. Era de forma cuadrada, cosa que a su mujer, que hasta entonces no se le había ocurrido que los relojes pudieran dejar de ser redondos, le pareció algo digno de admiración. Pero la aguja del segundero emitía un sonido insoportable, parecido al de los besos cortos y secos. Durante las primeras noches a Primitivo no le dejaba dormir, y a su mujer le habían dicho que es posible que ese sonido se contagie al corazón, hasta que empieza a latir a ese ritmo insano y te da un infarto mientras duermes. Con esa angustia se iban los dos a la cama. Antonia propuso ponerlo en la cocina o tirarlo a la basura, pero su marido le dijo que hiciera el favor de callarse, que era un reloj de dormitorio y pasara lo que pasara las cosas que te regalaba el banco había que aprovecharlas. Al poco tiempo se acostumbraron y dejaron de oírlo.
Antonia se había levantado veinte minutos antes. Sin encender la luz y sin hacer ningún ruido, había encontrado las zapatillas y la bata. Después le había calentado los calzoncillos en el brasero, le había dejado la muda preparada encima de la cómoda y había vuelto a cerrar la puerta despacio, con un gesto de estreñimiento. Cuando sintió los pasos de su marido en el pasillo se le cayó la tapa de una fiambrera. Estaba preparándole el almuerzo con el vientre apoyado en el mármol.
Buenos días dijo sin girarse.
A Primitivo le esperaba un vaso de leche humeante en la mesa de la cocina. Se sentó sin contestar y alargó los brazos sobre el hule. El vaso le quedaba cerca del pecho e inclinó la cabeza.
Te voy a echar bacalao con tomate ‒dijo Antonia.
La mujer hablaba sin dejar de mover tuppers y pasar la bayeta por la encimera. Primitivo vio unos pequeños grumos de cacao flotando en la leche.
  Hoy voy a ir a las Amas de Casa ‒siguió diciendo Antonia.
Primitivo agachó un poco más la cabeza y abrió los ojos de par en par. Los grumos de cacao dejaban una estela al deshacerse, como sangre escurriendo por el fregadero.
Ya lo tienes dijo Antonia al darse la vuelta. ¿Qué haces? ¿Qué pasa, aún está caliente? Te cambio el vaso.
Antonia cogió un vaso frío y al aproximarse a la mesa Primitivo la agarró de la muñeca con tanta fuerza que el vaso frío se hizo añicos en el suelo. Él continuaba con la mirada fija en la superficie de la leche caliente.
¿Qué es esto?
Es tu desayuno.
Primitivo la miró como si acabara de advertir su presencia. La cogió de la nuca y apretó hacia abajo, encorvándola hacia la mesa, que se estremeció derramando parte de la leche.
¿No lo ves?
Antonia sentía cómo le tiraba el pelo y las uñas de su marido clavadas en la piel.
−¿No lo ves? ¿No lo ves?
De pronto Primitivo pareció relajarse. Antonia dejó de sentir presión sobre la nuca y tuvo un momento de alivio. Tras unos segundos en silencio, acercó su cara a la de Antonia con la expresión de quien es capaz de visualizar todos los microorganismos asquerosos que habitan en el cutis. La mujer vio la maraña de pelos húmedos que brotaba de su nariz, oyó el silbido del aire atravesándola. Olió su aliento a tabaco negro y tuvo la amarga sensación de que era su aliento. Vio sus labios escamados, con motas de saliva viscosa en las comisuras. Vio que se abrían y contorsionaban lentamente, hasta dibujar una sonrisa.
Está caliente dijo.
La soltó, cogió su almuerzo y se fue a trabajar.
Antonia se dejó caer en la silla mientras se decía muchas cosas enredadas a sí misma, de la cuales solo pudo entender que tenía que barrer los cristales. Al cabo de un rato se dio cuenta de que estaba intentando recogerlos con una sartén.

El viento raspaba una masa solitaria de nubes. El sol ascendía despacio, allá, sobre una hilera de pinos abandonados entre los cultivos. Más bien era una luna frágil y temblorosa que luchaba por desprenderse de los brazos de los árboles. Primitivo daba tumbos en su Rieju Confort 501 por una carretera angosta y plagada de baches. En la parte trasera le había acoplado una caja de plástico que utilizaba para llevar el macuto y las tijeras de podar, o el perro cuando se iba de caza. La esponja del asiento estaba totalmente desgastada; Primitivo había amarrado al chasis unos cuantos sacos de pienso que le proporcionaban un pésimo acolchado. La carretera se retorcía hacia el oeste sobre la espalda rocosa de una colina. Llevaba un casco sin visera. Más allá de la colina, la carretera se estrechaba y el asfalto se abombaba por las raíces de los árboles. El dolor de culo le subía hacia las costillas. El viento frío le arrancaba lágrimas blancas que terminaban empapando el interior del casco. El viento frío se le colaba por el cuello de la camisa y le ponía los pezones tiesos. El viento frío penetraba por los agujeros de los guantes y sus dedos se volvían de metal. El viento frío le golpeaba en la parte inferior de las espinillas y ascendía por el hueco de los pantalones. Le gustaba esa sensación, y el ruido ronco y monótono de la Rieju.
A orillas de la carretera, algunos tractores comenzaban a labrar. Primitivo se desvió por un camino que empezaba cuesta arriba, aceleró al entrar y pequeñas piedras salieron despedidas. El camino serpenteaba entre olivos viejos, viñas y pedregales. Luego se allanaba y a pocos metros caía en pendiente, allí aprovechó para poner la moto punto muerto y dejarse llevar por la inercia. Más viñas, todas iguales, almendros en los ribazos. Atravesaba una rambla seca, en cuyos lados relucían rocas subterráneas. Continuaba el camino, se perdía entre bancales grises y olivos silenciosos, se marchaba tan lejos que se juntaba con la sierra y la sierra con el cielo. Pero no Primitivo, Primitivo ya había llegado a su viña.
 Detuvo la moto donde no estorbase y se puso a podar. En la parcela colindante estaba labrando su vecino Agustín y la polvareda le hacía el trabajo más engorroso. Mierda viento. Agustín giró su tractor al llegar a la linde y saludó a Primitivo con la mano. Éste permaneció erguido entre las cepas, sin un gesto discernible en el rostro. Una vez que el vecino no podía verlo, alzó el brazo y sonrió tan exageradamente que el polvo se hizo barro en sus mellas negras y profundas. Los hombres levantan la tierra y el viento se la mete en la boca, se dijo antes de volver a combar la espalda. El viento araña las casas. Los hombres sacan las piedras, los días son largos como ataúdes, se empeñan, y el campo bosteza, y el viento se nos pega a la piel y nos agarra las venas y nos desbarata.
Y el caso es que todo sería aceptable si el hijoputa del Agustín no estuviera dando por culo.
Cuando tuvo hambre se dispuso a almorzar. Había una piedra lisa debajo de un olivo, la consideró buen asiento, pero antes le pidió permiso y la piedra le dijo que hiciera lo que quisiese, que ella estaba hastiada de ver pasar los siglos de los hombres. Sin comprender muy bien la respuesta, el agricultor apoyó las posaderas sobre ella. El olivo, en cambio, era como suelen ser los olivos: poco habladores.
Te has sentado aquí adrede, ¿verdad? le dijo la piedra a Primitivo Suárez.
Puede ser.
Sacó la fiambrera de bacalao y media barra de pan. Con la navaja iba cortando pedazos de pan y mojándolos en el tomate mientras observaba los surcos torcidos en la parcela de Agustín.
¿Lo vas a matar?
Puede ser.
Matar a un hombre es matar a un hombre.
Poco perdemos si me cargo al mierda seca ese.
La carne es blanda.
Siempre jodiendo. Me labra las lindes, me atropella el perro, se ríe en el tute…
−Todos se ríen.
−Ése lleva el sino de la jodienda grabado en la frente, como mi prima Isabel, que nació de culo porque quiso.
−¿Y quién te puso el mote?
−Así lo dijo la comadrona: «porque quiso».
−Di, ¿quién te puso el mote?
Agustín.
Y no te olvides de que tu mujer te la pega con él.
−No, eso sí que no.
−Vamos, si lo sabe todo el pueblo.
−Mi Antonia es una santa.
−Ya, y yo doy conferencias.
La nube de polvo que levantaba el apero del vecino cayó sobre él y le echó a perder la comida.
¿Ves? Encima se chulea. Le va diciendo a medio pueblo que no tienes huevos.
Primitivo se había encendido un cigarro y chafaba hormigas con un sarmiento.
¿Te acuerdas del despertador, Primitivo? ¿Te acuerdas de cuando viste esas manchas blancas en el cristal? ¿Te acuerdas de que ella quería llevárselo del dormitorio y tú no lo permitiste para que se jodiera y todos los días al levantarse supiera lo puta que es?
Dio una calada profunda y aguantó el humo en los pulmones. Entonces intervino el olivo:
Déjalo, ¿no ves que no tiene valor de matar a nadie?
  Y la piedra comenzó a reír; las carcajadas se contagiaron al resto de las piedras, a las hormigas, a las cepas, «No son cepas, Primitivo, son las uñas del diablo», a los pinos, a las liebres. Se levantó y se puso la mano en la frente a modo de visera. La colilla apagada en la boca; la navaja, destellando de limpia que la tenía, lista en la otra mano y rabia, mucha rabia vieja dentro.


2 comentarios:

  1. Un relato muy concreto, con mucho detalle y descripción. Me ha gustado mucho, sobre todo la primera parte. Te invito a mi blog:
    http://tuymiriammartinez.blogspot.com.es/
    Saludos, Norberto.

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  2. Saludos, Miriam. Me paso por tu blog.

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