viernes, 27 de diciembre de 2013

3,60 el kilogramo


Los corderos viven tranquilos. Sus únicas preocupaciones son mordisquear la paja y chupar de la ubre de su madre. Cerca de la noche, cuando se oyen los cencerros en el monte, golpean con la pata en el suelo, levantan la cabeza. El ganado serpentea entre los pinos y acelera el paso y el perro ladra. A esas horas los cuervos ya no se reflejan en el agua del pilón. Cuando maman, su madre los lame y les olisquea el rabo, ellos empujan con más fuerza, se estremecen del gusto. Las ovejas reconocen a su cría por el olor y el balido. Reconocen el olor y el balido de su cría en medio de una nube de olores y balidos que viaja por el campo y ensucia las aljumas. Si están sanos, les reluce tanto el pelo que deslumbra. A veces corren de un lado a otro de la cerca y juegan a toparse, triscan. Son frioleros, en cuanto sale el sol se tienden, apoyan la cabeza sobre el que tienen al lado. Están en la gloria porque van cerrando los ojos y sueñan, digo yo que soñarán, con lo que quiera que sueñen los corderos, supongo que con ubres prietas de leche. Para entonces el agua es plateada y puedo arreglarme los rizos.

jueves, 31 de octubre de 2013

Fueron las Piedras





Entreabrió los ojos justo cuando la oscuridad de su cuarto comenzaba a palidecer y los gruñidos de los muebles se iban haciendo imperceptibles. Mantuvo la cabeza en el olor rancio y caliente de debajo de las mantas un poco más, mientras sus neuronas se desentumecían, mientras afuera la luz iba destapando todas las cosas despreciables. Primitivo Suárez disfrutaba de ese instante en que aún no recordaba quién era y nada podía torturarlo.
A su lado había un despertador con las manecillas fosforescentes. Se lo dieron en la caja de ahorros por hacer un plan de pensiones. Era de forma cuadrada, cosa que a su mujer, que hasta entonces no se le había ocurrido que los relojes pudieran dejar de ser redondos, le pareció algo digno de admiración. Pero la aguja del segundero emitía un sonido insoportable, parecido al de los besos cortos y secos. Durante las primeras noches a Primitivo no le dejaba dormir, y a su mujer le habían dicho que es posible que ese sonido se contagie al corazón, hasta que empieza a latir a ese ritmo insano y te da un infarto mientras duermes. Con esa angustia se iban los dos a la cama. Antonia propuso ponerlo en la cocina o tirarlo a la basura, pero su marido le dijo que hiciera el favor de callarse, que era un reloj de dormitorio y pasara lo que pasara las cosas que te regalaba el banco había que aprovecharlas. Al poco tiempo se acostumbraron y dejaron de oírlo.
Antonia se había levantado veinte minutos antes. Sin encender la luz y sin hacer ningún ruido, había encontrado las zapatillas y la bata. Después le había calentado los calzoncillos en el brasero, le había dejado la muda preparada encima de la cómoda y había vuelto a cerrar la puerta despacio, con un gesto de estreñimiento. Cuando sintió los pasos de su marido en el pasillo se le cayó la tapa de una fiambrera. Estaba preparándole el almuerzo con el vientre apoyado en el mármol.
Buenos días dijo sin girarse.
A Primitivo le esperaba un vaso de leche humeante en la mesa de la cocina. Se sentó sin contestar y alargó los brazos sobre el hule. El vaso le quedaba cerca del pecho e inclinó la cabeza.
Te voy a echar bacalao con tomate ‒dijo Antonia.
La mujer hablaba sin dejar de mover tuppers y pasar la bayeta por la encimera. Primitivo vio unos pequeños grumos de cacao flotando en la leche.
  Hoy voy a ir a las Amas de Casa ‒siguió diciendo Antonia.
Primitivo agachó un poco más la cabeza y abrió los ojos de par en par. Los grumos de cacao dejaban una estela al deshacerse, como sangre escurriendo por el fregadero.
Ya lo tienes dijo Antonia al darse la vuelta. ¿Qué haces? ¿Qué pasa, aún está caliente? Te cambio el vaso.
Antonia cogió un vaso frío y al aproximarse a la mesa Primitivo la agarró de la muñeca con tanta fuerza que el vaso frío se hizo añicos en el suelo. Él continuaba con la mirada fija en la superficie de la leche caliente.
¿Qué es esto?
Es tu desayuno.
Primitivo la miró como si acabara de advertir su presencia. La cogió de la nuca y apretó hacia abajo, encorvándola hacia la mesa, que se estremeció derramando parte de la leche.
¿No lo ves?
Antonia sentía cómo le tiraba el pelo y las uñas de su marido clavadas en la piel.
−¿No lo ves? ¿No lo ves?
De pronto Primitivo pareció relajarse. Antonia dejó de sentir presión sobre la nuca y tuvo un momento de alivio. Tras unos segundos en silencio, acercó su cara a la de Antonia con la expresión de quien es capaz de visualizar todos los microorganismos asquerosos que habitan en el cutis. La mujer vio la maraña de pelos húmedos que brotaba de su nariz, oyó el silbido del aire atravesándola. Olió su aliento a tabaco negro y tuvo la amarga sensación de que era su aliento. Vio sus labios escamados, con motas de saliva viscosa en las comisuras. Vio que se abrían y contorsionaban lentamente, hasta dibujar una sonrisa.
Está caliente dijo.
La soltó, cogió su almuerzo y se fue a trabajar.
Antonia se dejó caer en la silla mientras se decía muchas cosas enredadas a sí misma, de la cuales solo pudo entender que tenía que barrer los cristales. Al cabo de un rato se dio cuenta de que estaba intentando recogerlos con una sartén.

El viento raspaba una masa solitaria de nubes. El sol ascendía despacio, allá, sobre una hilera de pinos abandonados entre los cultivos. Más bien era una luna frágil y temblorosa que luchaba por desprenderse de los brazos de los árboles. Primitivo daba tumbos en su Rieju Confort 501 por una carretera angosta y plagada de baches. En la parte trasera le había acoplado una caja de plástico que utilizaba para llevar el macuto y las tijeras de podar, o el perro cuando se iba de caza. La esponja del asiento estaba totalmente desgastada; Primitivo había amarrado al chasis unos cuantos sacos de pienso que le proporcionaban un pésimo acolchado. La carretera se retorcía hacia el oeste sobre la espalda rocosa de una colina. Llevaba un casco sin visera. Más allá de la colina, la carretera se estrechaba y el asfalto se abombaba por las raíces de los árboles. El dolor de culo le subía hacia las costillas. El viento frío le arrancaba lágrimas blancas que terminaban empapando el interior del casco. El viento frío se le colaba por el cuello de la camisa y le ponía los pezones tiesos. El viento frío penetraba por los agujeros de los guantes y sus dedos se volvían de metal. El viento frío le golpeaba en la parte inferior de las espinillas y ascendía por el hueco de los pantalones. Le gustaba esa sensación, y el ruido ronco y monótono de la Rieju.
A orillas de la carretera, algunos tractores comenzaban a labrar. Primitivo se desvió por un camino que empezaba cuesta arriba, aceleró al entrar y pequeñas piedras salieron despedidas. El camino serpenteaba entre olivos viejos, viñas y pedregales. Luego se allanaba y a pocos metros caía en pendiente, allí aprovechó para poner la moto punto muerto y dejarse llevar por la inercia. Más viñas, todas iguales, almendros en los ribazos. Atravesaba una rambla seca, en cuyos lados relucían rocas subterráneas. Continuaba el camino, se perdía entre bancales grises y olivos silenciosos, se marchaba tan lejos que se juntaba con la sierra y la sierra con el cielo. Pero no Primitivo, Primitivo ya había llegado a su viña.
 Detuvo la moto donde no estorbase y se puso a podar. En la parcela colindante estaba labrando su vecino Agustín y la polvareda le hacía el trabajo más engorroso. Mierda viento. Agustín giró su tractor al llegar a la linde y saludó a Primitivo con la mano. Éste permaneció erguido entre las cepas, sin un gesto discernible en el rostro. Una vez que el vecino no podía verlo, alzó el brazo y sonrió tan exageradamente que el polvo se hizo barro en sus mellas negras y profundas. Los hombres levantan la tierra y el viento se la mete en la boca, se dijo antes de volver a combar la espalda. El viento araña las casas. Los hombres sacan las piedras, los días son largos como ataúdes, se empeñan, y el campo bosteza, y el viento se nos pega a la piel y nos agarra las venas y nos desbarata.
Y el caso es que todo sería aceptable si el hijoputa del Agustín no estuviera dando por culo.
Cuando tuvo hambre se dispuso a almorzar. Había una piedra lisa debajo de un olivo, la consideró buen asiento, pero antes le pidió permiso y la piedra le dijo que hiciera lo que quisiese, que ella estaba hastiada de ver pasar los siglos de los hombres. Sin comprender muy bien la respuesta, el agricultor apoyó las posaderas sobre ella. El olivo, en cambio, era como suelen ser los olivos: poco habladores.
Te has sentado aquí adrede, ¿verdad? le dijo la piedra a Primitivo Suárez.
Puede ser.
Sacó la fiambrera de bacalao y media barra de pan. Con la navaja iba cortando pedazos de pan y mojándolos en el tomate mientras observaba los surcos torcidos en la parcela de Agustín.
¿Lo vas a matar?
Puede ser.
Matar a un hombre es matar a un hombre.
Poco perdemos si me cargo al mierda seca ese.
La carne es blanda.
Siempre jodiendo. Me labra las lindes, me atropella el perro, se ríe en el tute…
−Todos se ríen.
−Ése lleva el sino de la jodienda grabado en la frente, como mi prima Isabel, que nació de culo porque quiso.
−¿Y quién te puso el mote?
−Así lo dijo la comadrona: «porque quiso».
−Di, ¿quién te puso el mote?
Agustín.
Y no te olvides de que tu mujer te la pega con él.
−No, eso sí que no.
−Vamos, si lo sabe todo el pueblo.
−Mi Antonia es una santa.
−Ya, y yo doy conferencias.
La nube de polvo que levantaba el apero del vecino cayó sobre él y le echó a perder la comida.
¿Ves? Encima se chulea. Le va diciendo a medio pueblo que no tienes huevos.
Primitivo se había encendido un cigarro y chafaba hormigas con un sarmiento.
¿Te acuerdas del despertador, Primitivo? ¿Te acuerdas de cuando viste esas manchas blancas en el cristal? ¿Te acuerdas de que ella quería llevárselo del dormitorio y tú no lo permitiste para que se jodiera y todos los días al levantarse supiera lo puta que es?
Dio una calada profunda y aguantó el humo en los pulmones. Entonces intervino el olivo:
Déjalo, ¿no ves que no tiene valor de matar a nadie?
  Y la piedra comenzó a reír; las carcajadas se contagiaron al resto de las piedras, a las hormigas, a las cepas, «No son cepas, Primitivo, son las uñas del diablo», a los pinos, a las liebres. Se levantó y se puso la mano en la frente a modo de visera. La colilla apagada en la boca; la navaja, destellando de limpia que la tenía, lista en la otra mano y rabia, mucha rabia vieja dentro.


jueves, 23 de mayo de 2013

El Mundo es Idiota





primera parte


−El mundo es idiota –comenzó diciendo el profesor Garrido−, y la mayor prueba de ello es que el vídeo del Gangnam Style supera los mil quinientos millones de reproducciones en internet. Si a esto le añadimos las veces que ha sonado en la radio, en las discotecas, los conciertos multitudinarios y nos imaginamos las cantidades de personas que, bien en la intimidad bien empujados por la enajenación colectiva, han bailado esa coreografía del infierno, definitivamente el mundo se encuentra en un serio aprieto. Por si fuera poco, ese tipo con lentejuelas ha perpetrado una segunda canción… con una nueva coreografía… similar a la anterior… el tipo es de Corea del Sur… ¿Realmente pensáis que Kim John Un no tiene motivos comprensibles?
El profesor Garrido no se detenía ante nuestras risas, no se desplazaba por la tarima, tan solo a veces agachaba la cabeza y acariciaba el apoyabrazos de su silla de ruedas para pensar.
−El mundo es soberanamente idiota. En este mundo John Fante muere sin reconocimiento y a cualquier cocainómana televisiva se la llama princesa. Y que conste que de las dos condiciones dichas, la más denigrante es la de televisiva. La televisión ni siquiera se molesta en disimular su idiotez. En la actualidad se emiten nada menos que dos programas en los que gente famosa se lanza desde un trampolín. Famosa no por descubrir vacunas sino por grabarse haciéndose una paja, por ejemplo. Los telediarios son sensacionalistas, propagandísticos y maniqueos. Reducen asuntos complejos a explicaciones pueriles porque esa es la confianza que tienen en su audiencia y porque confunden inmediatez con superfluidad.
»La tele no se molesta en disimular su idiotez, creo que estamos de acuerdo. Pues bien, la próxima vez que elijáis un informativo u otro porque os tranquiliza que la realidad se ajuste a la idea que tenéis de ella… la próxima vez que os sentéis en el sofá a ver porquería porque, coño, ya os joden lo suficiente en el trabajo o bastante sufrimiento es estar en el paro y tener que pagar la hipoteca y la ortodoncia del jodido niño y uno tiene derecho a no pensar y entretenerse como a uno le dé la real gana. No me faltaba otra cosa, señor listillo, que llegar a casa y ponerme a leer a Proust, eso seguro que lo hacen los pedantes lisiados. La próxima vez sabed al menos que os sentáis delante de un espejo.
»Ni siquiera los que leen a Proust y acuden a conferencias dejan de ser idiotas –el profesor se detuvo un momento y a mí me dio la sensación de que lo hacía por si fuéramos incluso tan idiotas como para no entender que se refería a nosotros−. Ustedes pensaron: Vayamos a escuchar al pobrecito profesor tullido, seguro que él nos anima, seguro que él nos enseña a apreciar el verdadero sentido y nos da las claves para salir de esta crisis, o para no sentirme una mierda cada vez que me levanto. Seguro que él nos sirve como ejemplo de superación. Seguro que nos habla de una experiencia catártica, de un hundimiento, de un esfuerzo y de una recompensa. Seguro que lo asocia a la situación actual. Seguro que da un discurso emocionante que nos conciencie de nuestro poder de cambiar las cosas, o al menos de soportarlas. Seguro que ha aprendido a hablar con los pajaritos. Puede que atraviese un aro de fuego con su silla.
»Puede que sólo pensaran: Bah, mejor esto que la clase de edafología.
»Pues bien, os contaré una historia. La mañana del 2 de julio de 1993, yo salía anudándome la corbata del número 24 de la calle Moncada. Los edificios de esa calle parecen excrementos al sol, pero esa mañana me parecieron frescos y lozanos, los tenderos eran simpáticos y el tráfico fluía alegremente porque yo acababa de hacer el amor. Me detuve a comprar el periódico y desayuné un donuts caminando porque llegaba tarde a la universidad. Necesitaba un taxi pero, a pesar de que yo había eyaculado varias veces, todos pasaban ocupados. En la esquina de Alcira con Constitución no miré el semáforo y una furgoneta de reparto me dejó paralítico.
»Cuando abrí los ojos en el hospital, a la primera persona que vi fue mi mujer. Estaba aturdido, la cabeza me chirriaba como si varios trenes fueran a colisionar en su interior, el pecho me dolía como si una furgoneta de reparto me hubiera atropellado… 
»La visión de mi mujer, oír su voz aliviada me hizo sentir que estaba en un sitio seguro y que todo se arreglaría. Yo había sentido esa voz durante el tiempo que estuve en coma, la había sentido llorar, dormir a mi lado, como un bebé siente en el útero el mundo ruidoso que lo llama. Así me llamaba, así me atrajo. Esto es totalmente cierto, o al menos es totalmente cierto que lo estoy diciendo ahora.
»Luego esa misma voz me dijo que quizás en Estados Unidos, que cabía la posibilidad de que volviera a caminar y la odié para siempre.
»Estuvo a mi lado durante toda la convalecencia. Abandonó su trabajo y se dedicó a mí por completo. Me bañaba, me daba de comer y me hablaba porque mi primera reacción fue comportarme como un parapléjico sordomudo en huelga de hambre. Después soportó mi rabia, los días tranquilos que pasaba mirándome las piernas como si pretendiese moverlas con el pensamiento. En casa me ayudó a manejarme con la silla. Me enseñó a vestirme, a ducharme, y a cada cosa que hacía por mí y cuanta más independencia recuperaba, con más fuerza la odiaba.
»Mi mundo se había convertido en una mierda y ella formaba parte eminente de esa mierda. Su voz me había traído a esa mierda.  Joder, no era capaz de hacerle el amor y aquella voz agria sólo hablaba de coches adaptados y lugares accesibles.
»Nos divorciamos. Contraté a una asistente y sentí un gran alivio al verla atenderme por dinero.
»De modo que aquella experiencia no sacó lo mejor de mí, no tuve ninguna revelación. Fui un tipo asqueroso, escupí toda mi impotencia sobre ella, la aboqué a divorciarse de un minusválido. Aun así la mantuve a mi lado mientras me fue útil, porque en el fondo yo quería hablar, quería comer, quería recuperar un poco de felicidad, aunque siempre me supiese a macarrones de la semana pasada.  
»Después del divorcio me dediqué en medio cuerpo y alma a mi profesión, escribí libros, muchos libros; conozco palabras rarísimas y doy conferencias. Pero sabed que a día de hoy sigo imaginando maneras creativas de suicidarme. Cada día me miro estas piernas raquíticas, esta panza desproporcionada, y me digo que lo cambiaría todo por ser capaz de bailar el Gangnam Style.
»La felicidad es un estado de idiotez profunda. Nadie debería tenerla como objetivo vital.
»De modo que invito a los que esperaban escuchar a la versión con extras de Nick Vijucic a abandonar la sala.
El profesor paseó la mirada por la platea, pero nadie se movió.
Durante toda mi recuperación y durante los trámites del divorcio, tuve muchas oportunidades de ser honesto con mi esposa, pero nunca lo hice:
 »En el número 24 de la calle Moncada vivía una alumna dispuesta a hacer cualquier cosa para subir la nota.
»Quien no quiera seguir escuchando a un tipo de esta calaña puede marcharse.
Hubo un par de personas que se levantaron. Yo me dije que habrían recordado que a esa hora daban la tercera cerveza gratis en el campus. El profesor aguardó tranquilo a que cerraran la puerta y continuó.
−Todavía sobra gente: estaba buena y acudió a la revisión desesperada porque con mi asignatura suspensa le denegarían la beca. Se puso a llorar, yo dejé caer mi brazo sobre sus hombros.  
Levantó las cejas a la espera de nuestra reacción. Unas cuantas filas quedaron semivacías.
»La realidad es que la chica tenía el examen aprobado, le había bajado la nota adrede porque quería follármela desde hace tiempo.
De nuevo nos miró. Más gente se fue. El profesor esperó a que se hiciera el silencio.
Los que crean que el atropello fue una especie de castigo divino ni siquiera deberían haber venido.
Volvió a adoptar una actitud de espera. La mujer que se sentaba a mi lado dijo: «Joder, justo ahora que iba al aseo.»
Nos tranquiliza que los paralíticos sonrían y jueguen al baloncesto.
»Somos tan idiotas que creemos en los héroes, necesitamos que en las películas los buenos y los malos estén bien definidos, necesitamos que la Pantoja sea una viuda doliente y que le cante al muerto, nada más. Necesitamos tener claro a quién culpar. Exigimos a los demás una integridad que nos aplicamos con laxitud.
»Los políticos, además de ser los idiotas más visibles, son los malos mejor definidos… 

Continuará.
   
    

lunes, 6 de mayo de 2013

Es que somos muy pobres

De EL Llano en Llamas, Juan Rulfo



Aquí todo va de mal en peor. La semana pasada se murió mi tía Jacinta, y el sábado, cuando ya la habíamos enterrado y comenzaba a bajársenos la tristeza, comenzó a llover como nunca. A mi papá eso le dio coraje, porque toda la cosecha de cebada estaba asoleándose en el solar. Y el aguacero llegó de repente, en grandes olas de agua, sin darnos tiempo ni siquiera a esconder aunque fuera un manojo; lo único que pudimos hacer, todos los de mi casa, fue estarnos arrimados debajo del tejaván, viendo cómo el agua fría que caía del cielo quemaba aquella cebada amarilla tan recién cortada.
Y apenas ayer, cuando mi hermana Tacha acababa de cumplir doce años, supimos que la vaca que mi papá le regaló para el día de su santo se la había llevado el río.
El río comenzó a crecer hace tres noches, a eso de la madrugada. Yo estaba muy dormido y, sin embargo, el estruendo que traía el río al arrastrarse me hizo despertar en seguida y pegar el brinco de la cama con mi cobija en la mano, como si hubiera creído que se estaba derrumbando el techo de mi casa. Pero después me volví a dormir, porque reconocí el sonido del río y porque ese sonido se fue haciendo igual hasta traerme otra vez el sueño.
Cuando me levanté, la mañana estaba llena de nublazones y parecía que había seguido lloviendo sin parar. Se notaba en que el ruido del río era más fuerte y se oía más cerca. Se olía, como se huele una quemazón, el olor a podrido del agua revuelta.
A la hora en que me fui a asomar, el río ya había perdido sus orillas. Iba subiendo poco a poco por la calle real, y estaba metiéndose a toda prisa en la casa de esa mujer que le dicen la Tambora. El chapaleo del agua se oía al entrar por el corral y al salir en grandes chorros por la puerta. La Tambora iba y venía caminando por lo que era ya un pedazo de río, echando a la calle sus gallinas para que se fueran a esconder a algún lugar donde no les llegara la corriente.
Y por el otro lado, por donde está el recodo, el río se debía de haber llevado, quién sabe desde cuándo, el tamarindo que estaba en el solar de mi tía Jacinta, porque ahora ya no se ve ningún tamarindo. Era el único que había en el pueblo, y por eso nomás la gente se da cuenta de que la creciente esta que vemos es la más grande de todas las que ha bajado el río en muchos años.
Mi hermana y yo volvimos a ir por la tarde a mirar aquel amontonadero de agua que cada vez se hace más espesa y oscura y que pasa ya muy por encima de donde debe estar el puente. Allí nos estuvimos horas y horas sin cansarnos viendo la cosa aquella. Después nos subimos por la barranca, porque queríamos oír bien lo que decía la gente, pues abajo, junto al río, hay un gran ruidazal y sólo se ven las bocas de muchos que se abren y se cierran y como que quieren decir algo; pero no se oye nada. Por eso nos subimos por la barranca, donde también hay gente mirando el río y contando los perjuicios que ha hecho. Allí fue donde supimos que el río se había llevado a la Serpentina la vaca esa que era de mi hermana Tacha porque mi papá se la regaló para el día de su cumpleaños y que tenía una oreja blanca y otra colorada y muy bonitos ojos.
No acabo de saber por qué se le ocurriría a La Serpentina pasar el río este, cuando sabía que no era el mismo río que ella conocía de a diario. La Serpentina nunca fue tan atarantada. Lo más seguro es que ha de haber venido dormida para dejarse matar así nomás por nomás. A mí muchas veces me tocó despertarla cuando le abría la puerta del corral porque si no, de su cuenta, allí se hubiera estado el día entero con los ojos cerrados, bien quieta y suspirando, como se oye suspirar a las vacas cuando duermen.
Y aquí ha de haber sucedido eso de que se durmió. Tal vez se le ocurrió despertar al sentir que el agua pesada le golpeaba las costillas. Tal vez entonces se asustó y trató de regresar; pero al volverse se encontró entreverada y acalambrada entre aquella agua negra y dura como tierra corrediza. Tal vez bramó pidiendo que le ayudaran. Bramó como sólo Dios sabe cómo.
Yo le pregunté a un señor que vio cuando la arrastraba el río si no había visto también al becerrito que andaba con ella. Pero el hombre dijo que no sabía si lo había visto. Sólo dijo que la vaca manchada pasó patas arriba muy cerquita de donde él , estaba y que allí dio una voltereta y luego no volvió a ver ni los cuernos ni las patas ni ninguna señal de vaca. Por el río rodaban muchos troncos de árboles con todo y raíces y él estaba muy ocupado en sacar leña, de modo que no podía fijarse si eran animales o troncos los que arrastraba.
Nomás por eso, no sabemos si el becerro está vivo, o si se fue detrás de su madre río abajo. Si así fue, que Dios los ampare a los dos.
La apuración que tienen en mi casa es lo que pueda suceder el día de mañana, ahora que mi hermana Tacha se quedó sin nada. Porque mi papá con muchos trabajos había conseguido a la Serpentina, desde que era una vaquilla, para dársela a mi hermana, con el fin de que ella tuviera un capitalito y no se fuera a ir de piruja como lo hicieron mis otras dos hermanas, las más grandes.
Según mi papá, ellas se habían echado a perder porque éramos muy pobres en mi casa y ellas eran muy retobadas. Desde chiquillas ya eran rezongonas. Y tan luego que crecieron les dio por andar con hombres de lo peor, que les enseñaron cosas malas. Ellas aprendieron pronto y entendían muy bien los chiflidos, cuando las llamaban a altas horas de la noche. Después salían hasta de día. Iban cada rato por agua al río y a veces, cuando uno menos se lo esperaba, allí estaban en el corral, revolcándose en el suelo, todas encueradas y cada una con un hombre trepado encima.
Entonces mi papá las corrió a las dos. Primero les aguantó todo lo que pudo; pero más tarde ya no pudo aguantarlas más y les dio carrera para la calle. Ellas se fueron para Ayutla o no sé para dónde; pero andan de pirujas.
Por eso le entra la mortificación a mi papá, ahora por la Tacha, que no quiere vaya a resultar como sus otras dos hermanas, al sentir que se quedó muy pobre viendo la falta de su vaca, viendo que ya no va a tener con qué entretenerse mientras le da por crecer y pueda casarse con un hombre bueno, que la pueda querer para siempre. Y eso ahora va a estar difícil. Con la vaca era distinto, pues no hubiera faltado quien se hiciera el ánimo de casarse con ella, sólo por llevarse también aquella vaca tan bonita.
La única esperanza que nos queda es que el becerro esté todavía vivo. Ojalá no se le haya ocurrido pasar el río detrás de su madre. Porque si así fue, mi hermana Tacha está tantito así de retirado de hacerse piruja. Y mamá no quiere.
Mi mamá no sabe por qué Dios la ha castigado tanto al darle unas hijas de ese modo, cuando en su familia, desde su abuela para acá, nunca ha habido gente mala. Todos fueron criados en el temor de Dios y eran muy obedientes y no le cometían irreverencias a nadie. Todos fueron por el estilo. Quién sabe de dónde les vendría a ese par de hijas suyas aquel mal ejemplo. Ella no se acuerda. Le da vueltas a todos sus recuerdos y no ve claro dónde estuvo su mal o el pecado de nacerle una hija tras otra con la misma mala costumbre. No se acuerda. Y cada vez que piensa en ellas, llora y dice: “Que Dios las ampare a las dos.”
Pero mi papá alega que aquello ya no tiene remedio. La peligrosa es la que queda aquí, la Tacha, que va como palo de ocote crece y crece y que ya tiene unos comienzos de senos que prometen ser como los de sus hermanas: puntiagudos y altos y medio alborotados para llamar la atención.
—Sí —dice—, le llenará los ojos a cualquiera dondequiera que la vean. Y acabará mal; como que estoy viendo que acabará mal.
Ésa es la mortificación de mi papá.
Y Tacha llora al sentir que su vaca no volverá porque se la ha matado el río. Está aquí a mi lado, con su vestido color de rosa, mirando el río desde la barranca y sin dejar de llorar. Por su cara corren chorretes de agua sucia como si el río se hubiera metido dentro de ella.
Yo la abrazo tratando de consolarla, pero ella no entiende. Llora con más ganas. De su boca sale un ruido semejante al que se arrastra por las orillas del río, que la hace temblar y sacudirse todita, y, mientras, la creciente sigue subiendo. El sabor a podrido que viene de allá salpica la cara mojada de Tacha y los dos pechitos de ella se mueven de arriba abajo, sin parar, como si de repente comenzaran a hincharse para empezar a trabajar por su perdición.

sábado, 13 de abril de 2013

Nadie habla



Nadie habla, impera el lenguaje del mar y el aire. Los susurros del agua tableteando contra el casco y estallando en alguna salpicadura, los chasquidos de las drizas, algún golpetazo de la vela contra el mástil al variar el rumbo. El hombre y la mujer son arrastrados por esas voces, se desentienden de su alrededor y cada uno del otro, se dejan llevar por el universo marino, confiándole su pequeña dimensión humana y su tenacidad para existir. Como el viento resbalando sobre la vela, como el agua contra el casco, así el tiempo pasa sobre ellos, puliéndolos, llevándose algo pero afirmándoles a la vez en su permanencia. 

De La vieja Sirena. José Luis Sampedro.





jueves, 14 de marzo de 2013

La Tormenta






   A mi abuela Mercedes le cayó un rayo y se fue a comprar un dedal. Mira que hay espacio en el campo y gente dañina en el pueblo, pero no, le tuvo que caer a mi abuela Mercedes que me hacía tortas fritas los sábados por la mañana
   Le faltaban unos pocos metros para llegar a la mercería de la Pequeñusa cuando le sacudió el trallazo. La atravesó, pero apenas se dio cuenta, siguió su camino como si tal cosa.
   La Pequeñusa estaba apoyada en el mostrador (lo habían rebajado para adecuarlo a su estatura pues más que enana era subterránea), anotando en su libreta que le faltaban terciopelo, acericos y borlas. Nunca apuntaba nada porque a su edad conservaba una memoria prodigiosa, sin embargo, les tenía pánico a los truenos y escribir la distraía de la tormenta.
   Oyó abrirse la puerta, terminó su anotación y levantó la vista. Mi abuela humeaba y chispeaba, según me contó después la mercera. Le quedaban llamas en el pelo, no tenía labios (se le habían deshecho), hebras eléctricas se estiraban desde su cuerpo a las zonas metálicas de la mercería.
   −Buenos días, quería un dedal.
   Y cayó muerta. Se golpeó contra los anaqueles de atrás, unos rollos de tela, una mesa y finalmente, por un antojo de la gravedad, quedó en el suelo con el culo en pompa. La Pequeñusa lo observó todo con la boca abierta, le costó deshacerse de la estupefacción antes de salir corriendo.
   Yo había decidido dedicar mi primer día de vacaciones a la lectura. Me senté junto a la ventana de mi habitación para aprovechar la luz natural. Como me suele pasar cuado llevo mucho tiempo sin leer, me costaba concentrarme y cada dos por tres miraba al exterior. Empezó con una brisa que dio paso a un vendaval que desbarataba bandos de gorriones; vapuleaba el tendido eléctrico, las persianas; zarandeaba las antenas de los tejados. Vi emerger las nubes negras por encima del campanario de la iglesia. Mi vecina Paca salió a recoger la ropa previendo la tromba que se avecinaba, la mujer de Rouco, que venía de comprar el pan por la calle de los ciegos, aceleró el paso. En cuestión de minutos la masa oscura invadió el cielo, anocheció. Paró el viento y  al estar las calles desiertas fue como si afuera también se hubiese detenido el tiempo.
   Me dirigía al salón a por un flexo cuando me sorprendió el relámpago. Quedé inmóvil. Aguardaba a oír el trueno. Nada. Esperé unos segundos más. Nada. En lugar del trueno llegaron a mis oídos los gritos de auxilio de la Pequeñusa.
   Al salir a la calle percibí el olor, un olor que me recordó el día que mi abuela echó los cachorros de la Rubia a la lumbre.
   Cuando llegué ya habían acudido varios vecinos. Un corro de gente atendía a la Pequeñusa, que estaba tirada en la acera gritando: «¡Ay que la ha matado el rayo!» Rouco salió de la mercería tapándose la boca.
   −No entres, hijo, está como un pollo frito.
   Entré. Se habían llevado la corriente. La luz trémula de las velas, los pijamas colgando, las caras de pánfilas de las Vírgenes que la mercera tenía por decoración. Dentro el olor era un tufo que se podía mascar y hacía que escocieran los ojos. He de reconocer que al verla venció al dolor el asco y la comicidad de la pose que presentaba. La mayor parte de la ropa se había quemado, por zonas estaba pegada a la piel. El pellejo se había encogido y levantado a rodales mostrando una carne blanca. En la cabeza le quedaban unos cuantos pelos que parecían alambres retorcidos. Me habría gustado darle la postura solemne de los cadáveres decentes, pero tuve que salir de allí empujado por las arcadas.
   Tosí, carraspeé, escupí; todo inútil, la peste seguía pegada en mi garganta. Afuera, los vecinos que se habían aglomerado llevaban pañuelos a modo de mascarilla, como bandoleros. Bajo aquella luz carecían de silueta. Somos según la luz que reflejamos. Necesitamos la luz, no la luz fría y convulsa del relámpago sino la luz cálida que recortaba a mi abuela cuando me cosía los pantalones en el patio. Lloraba, quizá por eso los vecinos fueran borrones en medio de la calle.
   De pronto el flash de un relámpago me desveló las miradas atónitas por encima de sus embozos. Algunos encogieron la cabeza entre los hombros. Callaron. Incluso la mercera controló su histeria. Aguardaban al trueno. Nada. La gente de pueblo cuando ve un relámpago espera oír el trueno y entonces se relaja. Nada. Es como si dijéramos: «Las cosas siguen siendo como las aprendimos.» Y eso nos aliviara, nos mantuviese cuerdos. Nada.
   −Rouco, no truena.
   −Ni truena ni llueve, hijo.
   −¿Por qué?
   −Dios sabe.
   La Pequeñusa comenzó a tirarse de los pelos:
   −¡Esto es cosa del diablo! ¡Esto es cosa del diablo!
   Don Sebastián el médico dijo que estaba en sock y que necesitaba descansar. «Pero no podemos llevarla a su casa; si la pasamos por la mercería, se nos muere del patatús.»
   −Llévenla a la mía –propuse no muy convencido.
   Nadie objetó. La metieron en mi cama y el médico le puso un calmante que la dejó grogui.
  Decidimos enterrar a mi abuela Mercedes cuanto antes, sin velatorio; el olor se propagaba por todo el pueblo, se colaba hasta en los hogares más alejados de la mercería estropeando guisados y haciendo llorar a las criaturas. Cuando fuimos a meterla al ataúd estaba tiesa, no pudimos enderezarla. Suerte que no era muy corpulenta y, sentándose Rouco encima, logramos cerrar la tapa. Sellamos la caja con silicona. Descartamos la idea de sepultarla en nicho junto a mis padres y mi abuelo. El Templado nos hizo el favor de cavar una tumba (todo lo profunda que pudo) con su retroexcavadora. Fueron todas medidas de urgencia para evitar que el hedor siguiera expandiéndose. Resultaron infructuosas. La ceremonia fue corta. Los presentes, los pocos que asistieron, resoplaban; algunos se descojonaban porque el cura ofició el funeral con una pinza en la nariz.
   Al cementerio bajamos sólo unos pocos: mi tía abuela Joaquina, Rouco, su mujer y yo. Estaba apartado, se accedía por un camino que atravesaba el rastrojo de don Cristóbal y bordeaba la era de los Ricos y la rambla de los novios, donde las parejas jóvenes iban a darse el lote. Las mujeres, enlutadas como cuervos, rezaban lo que mierda se rece en los entierros tras el coche fúnebre y Rouco y yo las seguíamos en silencio. Desde  allí se apreciaba la magnitud de la tormenta. Veíamos culebrear los rayos entre las nubes, caer a lo lejos enhebrando el cielo con la sierra; todos sin voz.
   Al comprobar la profundidad de la tumba, mi tía abuela Joaquina se me acercó preocupada y me dijo: «Mira que no sé yo si no la estaremos enviando directa al inferno.» 
   Una vez enterrada, vi que los cipreses se estremecían.
  −Rouco, se mueve viento.
  −Déjalo –exclamó el hombre brincando por entre las tumbas−. Que se lleve esta peste y esta tormenta que no es tormenta.
   En el nublo se advertía trasiego, pero no abría clara. El hedor persistía. Quizá la negrura envolviese el planeta entero. Quizá la peste hubiese impregnado cada partícula de la atmósfera y fuese mi abuela socarrada el olor mismo del aire. Rouco se detuvo en seco: «¿Oís? –Llegaba desde la sierra el aullido largo y triste del lobo−. Vienen a cenar.»
   Corrimos al pueblo. A medio camino un relámpago, el más intenso que jamás he visto, nos cegó y aturdió. Empezaron a caer pájaros muertos. Golondrinas, cuervos, gorriones, abubillas, palomos y hurracas se precipitaban humeando por todas partes. Joaquina clavó  las rodillas en el camino y comenzó a rezar, los párpados apretados, la barbilla apoyada en las manos fuertemente enlazadas. «Padre nuestro que…» Rouco y su mujer huyeron a refugiarse. Yo tiré de Joaquina, juro que tiré con todas mis fuerzas, pero no se movía. Las aves me golpeaban, estaban ardiendo. «Reza conmigo, Norberto, reza.»
   Me fui.
  Protegiéndome bajo las cornisas crucé el pueblo –hubiese pensado que estaba deshabitado de no ver pegados a las ventanas a los vecinos boquiabiertos-  y llegué a mi casa. Antes había visto luz en la de Rouco y supuse que la pareja estaba a salvo. Me encontré con don Sebastián en el portal.
   −Está dormida, procura no despertarla. Yo me voy que tengo que ponerme el traje de luces.
   −¿Cómo? 
  −En media hora toreo en las Ventas, muchacho. Seis Miuras para mí solito, pero para mí solito, ni picadores ni hostias.
   Todos se estaban volviendo locos. Como si de algo le sirviera, le di un paraguas y se alejó por en medio de la calle tan campante, mientras los pájaros le rompían el paraguas. Subí las escaleras, fui a la cocina, abrí la nevera, la cerré, me dirigí al aseo y me di la vuelta en el pasillo. Está como un pollo frito, el culo, la peste (ya no se olía, éramos peste), ¿y Joaquina?, no truena, el cura tenía voz de alienígena con la pinza, vienen a cenar, los Miuras, directa al infierno, llueven cuervos y se oyen chocar contra el tejado, reza, no truena, ¿cuántos pájaros hay? Van a romper las tejas. Entré en mi cuarto y me desplomé en el sillón.
   La Pequeñusa, con la sábana hasta la barbilla y la cabeza hundida en la almohada, daba la impresión de haber menguado un poco más. Me acerqué y observé que sudaba; le trepidaban los ojos bajo los párpados, le temblaba el labio y profería ruidos extraños. «Pobre −pensé». Despertó sobresaltada e intenté calmarla. «Ay, Norberto –me dijo−, que te has quedado solo en el mundo, y el mundo es muy perro.» Me dije que qué sabría aquella tendera del mundo, si no había salido de la mercería. Logré que volviera a dormirse. Pensé: «Toda la vida yendo a misa, cosiendo túnicas». Pensé: «Mi abuela decía que siempre fuiste una estrecha y que las feas no pueden permitirse ser estrechas.»
   Cesaron los golpes en el tejado. Me asomé a la ventana. Vi a Paca en el balcón con el cadáver de un pájaro en el regazo, peinándolo y hablándole como a un bebé.
    −Paca, ¿qué haces? Métete dentro ahora mismo.
    −Hay que criarlo otra vez, si yo muriese me gustaría que me criaran otra vez.
   Entonces lo vi venir por la calle de los ciegos, serio y con las orejas y la cola levantadas. Olisqueó un par de gorriones y se quedó mirándome. Vinieron más lobos atraídos por el hedor. Escarbaron todas las tumbas del cementerio y rosigaron los huesos de los difuntos. La única que se salvó fue mi abuela Mercedes por estar demasiado profunda. Se adentraron en las calles devorando las aves aún calientes.
   Oí un disparo y después un aullido corto y agudo. Era Rouco con su escopeta. Disparaba ora a los animales ora al nublo, exigiéndoles a ambos que se marcharan. «¡Rouco,  mi tía Joaquina se ha quedado en la rambla!», le voceé. «¡Cabrones!», gritaba mientras lo perdí de vista. Cerré la ventana y me desplomé de nuevo en el sillón. Dios. Quería cerrar los ojos y que todo desapareciese. La mercera se incorporó gritando. Me senté en la cama y la abracé.
    −Vamos, vamos.
   −¿Te acuerdas de cuando tu abuela te mandaba a por ovillos y yo te regalaba chicles? De menta, los de fresa no te gustaban.
    −Sí.
    No me acordaba.
   Tronó sin más, rugió el cielo durante mucho tiempo. La onda hizo vibrar los cristales. La Pequeñusa se agarró a mí con más fuerza y sentí sus pechos fofos aplastarse contra mi pecho. Nuestras bocas se estamparon. Rompió a llover.
   Llamaron a la puerta, bajé a abrir y vi a Rouco empapado, con la escopeta posada en el suelo y los zapatos de mi tía abuela Joaquina en una mano. Me los acercó. «Las sobras, hijo; las sobras.» Y se puso a llorar.

   Han pasado ya varios años de los hechos que relato. Desde entonces no he vuelto a cruzar palabra con la mercera. La Semana Santa del año siguiente salió con la hermandad del Nazareno flagelándose, yo creo que no lo hice tan mal. Cada vez que el cielo se encapota la gente adopta una actitud mohína, pero nadie hace mención a lo ocurrido. Si ven relampaguear, se encierran  en sus casas y rezan para que no se ausenten jamás los truenos. Todavía hoy, cuando sopla el levante, se percibe el hedor de mi abuela Mercedes atravesada por el rayo. 
  

domingo, 24 de febrero de 2013

Todas las cosas pasan

Todas las cosas pasan. Pasan como el abecedario en la tele. Como los montes en el coche. Pasan como Marta.  Como los camiones.

martes, 8 de enero de 2013

CABALLERO BONALD VS LAS AUTOVÍAS







   Hace unos meses vi en la televisión que a Caballero Bonald le otorgaban el premio Cervantes. Jamás lo había visto, no había leído nada suyo. En la pantalla apareció un viejo con los párpados caídos y úlceras en las mejillas, con una barba que le colgaba del mentón como un matojo seco cuelga de las rocas. Hablaba de la duda como solo se les permite hablar a los escritores premiados o a los esquizofrénicos, y al verlo me dije que el oficio de escritor puede ser el más devastador. También me dije que los jurados de los premios esperan tanto que el galardonado no sabe si se trata del reconocimiento a su carrera o a la inminencia de su muerte. 
   Enseguida fui a anotar su nombre en mi lista de autores pendientes, que es casi tan larga como mi lista de novias pendientes. Le pedí a un amigo que me recomendara algún libro suyo, pero por esa época mi amigo acababa de salir de un centro de desintoxicación. Entonces alguien dijo que  por las mañanas conviene llevar chaqueta y yo, a través de una conexión inexplicable, recordé que sí había leído algo de Caballero Bonald. Hace mucho tiempo, un artículo en el que criticaba las autovías. Dicho así uno puede pensar que por escribir se puso a escribir de cualquier cosa, como si un cirujano por operar se pusiera a manejar una retroexcavadora. En realidad Caballero Bonald se valía de la anécdota para alcanzar la categoría. En su artículo aboga por realizar viajes pausados y contemplativos, en los que se pueda admirar el campo y las gentes y el tránsito adquiera cierta profundidad. Con ello vituperaba el progreso deshumanizado, un progreso acérrimo en el que la inmediatez no ha de conllevar necesariamente bienestar. Me pareció una idea acertada. Y todo eso escrito con una prosa que bien podría haberle valido el premio, cuando era más joven y hubiese disfrutado malgastando el dinero.

   Ahora pienso que criticar el progreso es una moda, se ha convertido en una pose que defienden los mismos que hacen transferencias por el iphone.
   Al campo quieren ir los que lo han visto en cuadros de Monet. En el campo hay moscas y polvo, y hace viento y frío. Los campesinos no tocan el arpa junto a la hoguera sino que matan conejos a pedradas, o simplemente no hablan, no hablan ni con sus madres.
   Las carreteras secundarias están plagadas de baches y curvas; a sus orillas no hay fondas encantadoras sino  puticlubs y garitos sucios con camioneros que se tiran eructos y una señora gorda que te mira como si fueras su yerno.
   Las autovías nos ahorran visitas al taller y al psicólogo. Nos permiten llegar a tiempo a un hospital en el que hay multitud de aparatos prodigiosos que nos salvan la vida. De vez en cuando está bien mirar atrás, pero si es por el espejo retrovisor de un coche automático, en una autovía recta, llana y segura, mucho mejor.  

   A mí me dieron una copa de latón por quedar segundo en un campeonato de lanzamiento de azada. La tengo en la estantería y a veces salgo con ella a la calle y se la enseño a mis novias pendientes.