jueves, 22 de marzo de 2012

¿VIVO O MUERTO?

−¿De verdad que no es usted vendedor de divanes? Es que estar aquí tumbado hablándole de mis cosas me recuerda una escena de Los Simpsons. Se supone que Homer está en una clínica psicológica. Sólo se le ve a él, tirado en uno de estos muebles, contándole con preocupación al doctor que ha descubierto que Marge, su esposa, de la que se creía inseparable, no es su alma gemela. Está muy desazonado porque un coyote parlante, al que había llegado siguiendo a una tortuga, le ha dicho que todas las personas necesitan encontrar un alma afín, con la que haya una comprensión mística y todas esas cosas. Él creía que era Marge, pero resulta que no es así, y ahora se encuentra desconcertado, sin saber por dónde empezar a buscar su alma gemela. Entonces se abre el plano y aparece un panoli que le dice que todo eso se escapa a su preparación como vendedor de divanes. Por eso le pregunto. 
 −¿Leyó usted el rótulo de la entrada? 
 −Sí sí. Javier Sales. Psicólogo. Es un argumento convincente, y si le sumamos los 40 pavos que me va a cobrar por sesión, le aseguro que es usted psicólogo. 
 −Se lo agradezco. El día de mi graduación bebí demasiado. 
 −Y yo le agradezco a usted que me hable con ironía. Creía que me iba a hablar como a los gatos o a los Testigos de Jehová. ¿Sabe? Se llama igual que mi profesor de escritura. Y precisamente antes de venir aquí he leído su disquisición literaria de la quincena. Hablaba del las sincronicidades; casualidades que se dan en la vida y que no tienen por qué tener sentido, pero que vistas por un agudo observador adquieren significado. Ponía como ejemplo El escarabajo dorado de Jung, un colega suyo. Jung cuenta que una paciente le dijo en mitad de su tratamiento que había soñado que le regalaban un escarabajo dorado. Mientras la paciente le va contando el sueño, el tipo oye que algo golpea la ventana que tiene detrás. ¿Lo adivina?, un escarabajo, la cetonia común, intentando entrar en el despacho, en aquel preciso momento. Jung abre la ventana y se lo muestra a la paciente. A partir de aquella sesión, la paciente mejora al deshacerse de una actitud rígida y racional que la sometía. ¿No le parece asombroso? 
 −¿El qué? 
 −¿No me está escuchando? 
 −Precisamente porque le escucho no sé si le parece asombroso la anécdota del escarabajo o que me llame Javier Sales. 
 −Todo en conjunto. Que su tocayo escribiera sobre las sincronicidades poniendo como ejemplo un caso psicológico, que yo le llamara hecho polvo por haberme rencontrado con mi exmujer, que usted me diera cita hoy, justo después de leerlo, recordar el capítulo de Los Simpsons… ¿Es grave, doctor? 
 −…  
 −Que todos los acontecimientos de tu vida te recuerden una serie de televisión. −Mientras la serie no sea Dexter… ¿Y cuál es el mensaje? 
 −¿Cómo dice? 
 −Dijo que un observador podía darles significado a las casualidades. −Ahí es donde quería llegar. ¿Conoce la paradoja del gato de Schröringer? 
 −Sí, claro. 
 −Mientras no haya un observador que abra la caja el gato está vivo y muerto a la vez. Sólo cuando se abra la caja la realidad se decanta por un lado u otro. Yo no tengo ni idea de lo que me quieren decir todas estas señales y me encuentro en la misma situación que el gato. Espero que usted sea mejor observador. 
 −Ese es mi trabajo, le garantizo que al final de esta sesión le daré un diagnostico, pero es usted por sí mismo quien tiene que solucionar su problema, yo sólo puedo facilitarle las herramientas. Y le advierto que a veces estamos tan ofuscados en una idea que nos vamos inventando señales por donde pasamos. ¿Qué sintió al verla? 
 −Verá, de esto me cuesta hablar si sigue tomando notas. 
 −No se preocupe, es necesario para que lleguemos a alguna conclusión. 
 −Es que me da la sensación de estar declarando ante un tribunal. 
 −Bajaré un poco la persiana. Cierre los ojos y relájese. 

 −Salí a cenar con mis amigos. Todo iba bien, o eso pensaba, desde que se fue a trabajar a Alemania. Al tener todos los papeles del divorcio solucionados y ella irse lejos fue como si quedara relegada a un nombre en la agenda del móvil. De vez en cuando me sorprendía con algún mensaje de «Hola ¿cómo estás? Espero que te vaya bien» y punto, pero eso no me suponía más que unos segundos de melancólicos. Aquello era un gran alivio porque lo había pasado muy mal durante la separación. Pasados dos años, los pensamientos autodestructivos habían desaparecido, me había acostumbrado a vivir de nuevo en casa de mis padres, salía de juerga, no se me hacía tan pesado el trabajo… Incluso había recuperado mis aficiones literarias de adolescente. Creía que al fin solo era un bonito recuerdo y estaba ansioso por buscar nuevas experiencias y entregarme a ellas. Pero la vi entrar en el restaurante y se me cayó el mundo encima. Fue como si un terremoto me devastara por dentro, como si un coche entrara a toda velocidad en una obra llevándose por delante los puntales. Era algo más allá del típico malestar que se puede sentir al cruzarte con una expareja. Era una angustia que me anegaba las tripas y me subía hasta la boca. Temblaba, me di cuenta a levantar el vaso. Bebí compulsivamente. Todo mi cuerpo se estremecía por un seísmo que solo podía calmar su cuerpo. Afuera todo se hizo borroso. Creo que me saludó y me dijo algo de una boda de una amiga, y siguió hasta una mesa con la gente que le acompañaba. Las conversaciones, el trajín de los camareros y el sonido de los cubiertos eran navajas afilándose en mi frente. Alguien dijo: «Estás blanco.» La veía a ella; hablando, llevándose el tenedor a los labios, yendo al aseo, riendo. Tuve la sensación de que las luces se apagaban, de quedar aislado en un vacío helado. Estaba en su móvil, me había convertido en unas letras y unos números en su teléfono, banales, olvidados, y la oía arriba haciendo las cosas que hace la gente en los restaurantes. Estaba allí y estaba en la mesa con mis amigos, como el gato vivo-muerto… Oiga, ¿le pasa algo? 
−…Continúe, por favor.  
−Tuve que salir del bar, dejé mi parte y me disculpé ante mis amigos. Caminé por la acera sin ver los coches, en un paso de cebra estuvieron a punto de atropellarme. Aunque no tuviese rumbo, aunque caminase para alejarme del algo que yo mismo transportaba, aceleré el paso. De pronto me vi en una calle extrañamente silenciosa. Me detuve asustado. Bajo una farola había un perro que me miraba. No dejaba de mirarme el hijo de puta como si pretendiera escrutarme. «¡Cabrón –le grité−, ahora qué, qué hago, cabrón!» El perro no contestó, levantó una pata y se olió los genitales… Oiga… oiga… ¿está usted llorando?