jueves, 12 de abril de 2012

EL TÚNEL


−Estás cansado porque tienes la frente más ancha.
Sus deditos me recorrían como calambres. Las bombillas que flotaban encima de nuestras cabezas apenas alumbraban y teníamos que palparnos los rostros para reconocernos. Las voces no servían, hacía tiempo que se igualaron. Tanto tiempo que ya no me extrañaba que una niña de 7 años hablara con gravedad, con mi voz.
La graba suelta del asfalto se me clavaba en las nalgas; la pared, húmeda y mugrienta, estiraba sus raíces frías hasta mis cervicales, pero nada podía ser peor que volver a erguirse sobre unos pies llagados, entumecidos, y reanudar la marcha. No sé cuántos kilómetros habíamos recorrido en aquel túnel asfixiante. Me daba la sensación de llevar décadas enclaustrado (sin otro contacto con el exterior que una pequeña radio), caminando lentamente y con esfuerzo hacia la salida, acaso un destello en el final de la negrura que parecía alejarse conforme nos acercábamos.
−Nunca vamos a llegar.
Creo que lo dije yo. Ella me acarició los párpados.
Escuchábamos la radio, movíamos el dial en busca de noticias esperanzadoras. También hablaba con mi voz: todas las tertulias, los diferentes tertulianos, los boletines, incluso los espacios musicales emitían el mismo sonido monótono, más parecido al enjambre del tramo de banda entre emisora y emisora.
−La cifra de parados aumenta en 500.000…
Cuando te oyes decir «la cifra de parados» se te colma el corazón de matemáticas, y una familia desintegrada por la penuria se convierte en una ecuación:
1+1 -(hipoteca + domingos en los contenedores del súper)= X/365
−La bolsa se desploma −dije.
−El precio del combustible se dispara −dije.
Y también dije:
−Papá, tenemos que seguir.
−300.000 desahucios, 300.000 millones de euros en bonificaciones para los banqueros.
−Las agencias de calificación, sentadas en un amplio despacho tras cristales relucientes, determinan cuánto valemos.
−No puedo −dije.
No estábamos solos, se intuía la masa caminando, las toses, los codazos; se respiraba el aire pastoso, cansado de visitar pulmones pansidos. Vi sus caras (kilómetros antes, cuando las bombillas todavía alumbraban), las vi deformarse poco a poco, hasta derretirse y hacerse iguales.
Apreté sus manos (las de mi niña) contra mi cara y las posé sobre mis muslos. Alargué las mías hasta su carita. Quién diría que luciera un nimbo resplandeciente cuando estábamos a cielo abierto; cuando ella traveseaba y yo tenía trabajo, automóvil… Era capaz de iluminar hasta la boca del jefe y la espalda de mi exmujer. No había quien la parase. Cuando la arropaba en la cama continuaba moviendo las piernas y queriendo meter todas las cosas en sus ojos abiertos de par en par. Me quedaba con ella hasta que se dormía. Sintonizaba Radio 3, con el volumen bajo, y le silbaba al oído melodías de grupos nuevos. Ahora la mía (mi bombilla) apenas calentaba el filamento, y la suya era una pavesa. Puede que se apagaran mucho antes de entrar en el túnel, pero no nos importó porque brillaba el sol, veraneábamos en Altea y los perros se ataban con longanizas.
Deslicé las yemas de los dedos por el nacimiento de su pelo, espeso y tirante por la diadema; apenas el relieve de sus cejas; los orificios nasales abombados. Pronto dejaría de sentir esa piel suave y esos huesos queriendo romperla y me haría roca. Seguí transitando la orografía de su rostro detenidamente. Al llegar a las orejas toqué unos lóbulos colgantes, enormes; el cartílago endurecido, el orificio cubierto de pelos; unas orejas de viejo, mis orejas, que flanqueaban la cara una niña de 7 años. Ahogué un grito. Fue entonces cuando el destello frágil que se adivinaba a lo lejos desapareció y nos devoró la oscuridad.
Me oí decir desde el transistor:
−Debido a la crítica situación en que nos encontramos y en pro del ahorro energético, nos hemos visto obligados a apagar también la luz al final del túnel.
Me abrazó y no sentí sus manos trémulas aferrarse. Las raíces del muro ya chupaban del corazón y trepaban hacia el cerebro.
−Duérmete.
Me pareció sentir la radio hacerse añicos contra mí; y llegó, como del mar, hasta mi ojos un soplido, y otro, y otro, rasgados; y descubrí que estaba silbando They don’t belive, de Russian Red, y que conforme lo hacía su bombilla se avivaba. But they walk instead, y una mano pequeña y caliente me arrancó de la pared. Y caminamos silbando juntos, walk by the man who sings a song to the streetlights, cada vez más fuerte, y nuestro fulgor creció hasta propagar haces de luz que quebraron el cemento.
−Buenos días, cielo.