miércoles, 12 de diciembre de 2012

La vida de cualquier otro


Estuvimos en la cena de antiguos alumnos de la Facultad de Letras, en el hotel Reina Victoria. Estefanía estaba impaciente desde que nos enviaron las invitaciones. Empezó a maquillarse dos horas antes de la señalada para la cena y continuaba haciéndolo media hora después, mientras yo la esperaba revisando el correo electrónico, con los cordones desatados y la corbata sin anudar colgando de mis hombros. No me hacía especial ilusión reunirme con todas esas personas con las que, sí, coincidí en mi época de universitario, pero ni congenié ni choqué tanto como para intrigarme su devenir.
De la universidad saqué un título, que de nada me ha servido, y una esposa, pero amigos… amigos, pocos; y con los que mantenga contacto en la actualidad, ninguno. Serían unas tres horas de conversaciones anodinas y sonrisas afectadas (convencionalismos sociales a los que sólo me presto con ánimo de lucro). Comparación, sobre todo comparación: el triunfo de los exitosos sería  más evidente poniéndose al lado de los fracasados y viceversa, porque ambos partieron del mismo punto, y todos mantendrían la circunspección y cogerían los canapés con el índice y el pulgar, los morderían como si les repugnaran y beberían de la copa con cuidado de no dejar huellas. En realidad no recuerdo que algo me haya hecho especial ilusión en muchos años. No sé si hay un momento concreto, quizá cuando me afeité por primera vez en el piso conyugal, cambiando una rueda de camino a Sierra Nevada, o mucho antes, en la cafetería de la facultad… no sé, un punto identificable a partir del cual dejé de remar  y me entregué a una deriva de acontecimientos en los que apenas intervengo, tan previsibles y cotidianos que podrían pertenecer a la vida de cualquier otro. Los dos estudiamos Filología. Luego ella opositó y en la actualidad es profesora de Lengua y Literatura en el instituto Don Bosco. Por mi parte he escrito una novela (un tocho de 1.135 páginas infumable, la verdad sea dicha) ambientada en las guerras carlistas, con final sorprendente en el que interviene un alienígena. Y por salir de impecune he profesado multitud de oficios, a cual más denigrante: llegué a ser conspicuo limpiador de váteres portátiles. Hoy por hoy estoy de comercial en una empresa de electrodomésticos. Trabajo en el que a pesar de tratar con clientes de todas las calañas no he tenido la oportunidad de utilizar el judeoespañol, pero que a fuerza de gastar gasoil y saliva me asegura un estipendio decente. Nos hicimos novios en el último año de carrera. No fue que tras una concienzuda deliberación concluyéramos que éramos novios y lo publicáramos en el tablón. Simplemente fue que dejamos de hacer lo que hacen los rollos esporádicos. La charla de después de la coyunda fue haciéndose más larga y natural. Luego la trasladamos a la cafetería (la charla, la coyunda seguía siendo en el asiento trasero de mi Opel Corsa, aunque también fue haciéndose más larga y natural). Empezamos a vernos por otros motivos: ir al cine, a una exposición, al campeonato de beber cerveza que hacían en el Jocker todos los jueves. Me atraía de ella (obviando el físico en curvas abundante) su lenguaje procaz, su incorrección, y el hecho de que se ruborizara cuando hacía cumplidos. Aprendí qué quería decir cada uno de sus gestos y (obviando su personalidad en estridencias abundante) me enamoré. A los pocos meses me presentó a sus padres y el resto de la historia es todavía más estándar. Por aquella época amisté con Cesáreo Corominas, él estudiaba periodismo pero coincidimos en la clase de Creación Literaria. Venía de un pueblo de Ciudad Real (no me acuerdo del nombre) y compartía piso con Lucio no sé qué más, que era del Opus y siempre vestía chaleco. Muchas tardes las pasaba con ellos, más bien con Cesáreo, fumando marihuana, leyendo a Rimbaud o a Leopoldo María Panero y escuchando Radio3. Fue mi único amigo y por una temporada pude considerarme su mejor amigo, aunque él nunca lo hubiese admitido; hasta que un día, por un motivo u otro, fue como si el Cesareo cachondo y alegre desapareciera.
La posibilidad del reencuentro cambió levemente la perspectiva de la reunión. Hizo más llevadero que Estefanía terminara de maquillarse en el coche mientras me rogaba que no diera volantazos; que tuviésemos que volver dos veces a casa, a por colirio la primera y a cambiarse los zapatos la segunda, estando a dos metros del hotel.        
Como llegamos tarde fue imposible pasar desapercibidos, aunque, pensándolo bien, Estefanía, con lo emperifollada que iba, sólo habría pasado desapercibida en el carnaval de Tenerife. En el hall del hotel había restos del coctel previo y un camarero nos guió amablemente hasta el salón. Nuestra mesa se encontraba en el otro extremo del comedor, en la zona de Filología, aula C: el salón estaba dividido por aulas. Yo me limitaba a asentir por aquí, sonreír por allá,  pero Estefanía se detuvo a saludar efusívamente en casi todas las mesas.  Su voz en estado normal ya es potente. De modo que anegaba el comedor con su perfume, su disfraz, su escote, sus abrazos, su palabrería…Todo el mundo nos miraba al tiempo que yo no sabía que hacer con las manos y los músculos de la cara. Que si ¡Amanda, cuánto tiempo! Tenemos que vernos más a menudo, que si ¡Jorge! ¡Chavalín! ¡Hay que ver, estás fenomenal! (Es menester decir que el tal Jorge estaba tuerto, mellado y tenía la nariz torcida; secuelas del boxeo, supe después; y al dejarlo atrás Estefanía me miró con las mejillas coloradas). No había ni rastro de Cesáreo. Nos sentaron con Ernesto Garay, que traía consigo una chica despampanante, mucho más joven que él, un gordo que al sentarnos alzó una gamba al tiempo que levantaba las cejas como saludo  y una mujer desvaída que aparentaba estar nerviosa. Sólo reconocí a Ernesto, nos pillamos algunas jumeras juntos y en  primero tuvo un roce con la que ahora es mi mujer. No llegamos a ser amigos. No por celos, sino porque creo que nadie podría llegar a ser amigo de Ernesto, si por amigo se entiende alguien con el que hay comprensión intima. Recuerdo que tenía una preocupación desmedida por la estética y se esmeraba en las lisonjas; era la fachada impoluta de arquitectura moderna (con esa rareza que fascina a los gaznápiros) albergando una sala vacía. Precisamente por su naturaleza hueca y su dominio de las apariencias se llevaba bien con todo el mundo. Fue el único que se levantó para darnos la bienvenida. «¡Ricar!», exclamó dándome un abrazo tan violento y rápido que me resultó más bien una embestida tras la que quedé más desolado y desubicado en aquel salón. Luego besó a Estefanía en la mejilla y a partir de ahí mi mujer perdió todo su desparpajo y naturalidad.
El gordo era Juanjo Buendía, no lo había conocido en un principio porque en clase era todo un atleta. Ahora se dedicaba a las tragaperras (no a jugar, se entiende, sería de sandios y a pesar de que fuera atleta, Juanjo no era sandio). Tenía aproximadamente 50 máquinas repartidas por diversos locales, ya fueran casinos propiamente dichos, bares convencionales, de intercambio o asociaciones de amas de casa.
Ya ves, Ricardo, aquí poniéndome las botas y ganando dinero. Y ahora me voy a mi casa, me tumbo en el sofá y sigo ganando dinero. ¿Qué te parece? La gente es gilipollas, sólo hay que saber aprovecharlo.
Habló por las coyunturas durante toda la cena con la misma fruición con la que comía.
La mujer paliducha era Domitila García, representante de los alumnos. Al estar sentada al lado de Juanjo daba la impresión de ser más endeble y enfermiza. La vi tan nerviosa que tuve que preguntarle si se encontraba bien. No contestó.
La chica despampanante se llamaba Dulce Ledesma y era la tercera mujer de Ernesto. Se la trajo de un viaje de negocios que hizo a Paraguay, así lo dijo él.
Fui por un negocio de caballos, el caballo español se cotiza mucho por las Américas. Llevé dos ejemplares preciosos. Dama, una yegua de olé, y Tizón, macho entero. Se los encasqueté a un tipo… para mí que era narco, por 50.000 euros, me los pagó a toca teja. Total, Dulce estaba de limpiadora en el hotel que me alojaba. Y bueno… pues ya se sabe. Que me la traje. ¿Verdad, mi amor? (He reducido el monólogo de Ernesto por ser en realidad demasiado prolijo, engreído, lleno de eufemismos e insustancial, en el que nos detalló los pormenores de todos sus negocios, increíblemente lucrativos, allende los mares y la honestidad; esto último, lo de la honestidad, lo añado yo).  
Claro, amorcito.
Estefanía bebía compulsivamente, cambiaba los cubiertos de lado, la servilleta, miraba en el bolso. Entre Juanjo y Ernesto coparon todo el espacio destinado a la conversación por encima de los platos. Por debajo de las fanfarronadas y risotadas le pregunté de nuevo a Domitila si le sucedía algo. Se puso entonces a temblar como si le estuviese dando la corriente, chocando una rodilla con otra, mirando los platos de la mesa, con el cuello rígido; hasta que de repente se puso a llorar, se levantó, cogió el plato de las gambas y me las tiró por encima al tiempo que gritaba «¡Asesinos!» y salía corriendo.
Yendo al baño eché una ojeada por las mesas con la esperanza de ver a Cesáreo Corominas, pero no estaba. O se había ajado tanto que no lo reconocía o no se había prestado a la pantomima, que era lo más probable. Cuando regresé, Ernesto estaba hablando con los gestos medidos y la mirada fija en cada uno de los comensales por un tiempo equitativo, y Estefanía escuchándolo con embeleso. Joder.
Es vegana. ¿No sabéis  qué es vegana? Es una especie de secta. Son vegetarianos estrictos. No comen carne ni nada que venga de los animales, huevos, leche, miel…
Madre mía, entonces qué comen (Qué comentario más inteligente, Estefanía, anda, trae que te limpie, que se te cae la baba).
Pues plantas, vegetales, leche de soja y todas esas pijotadas. Defienden que los animales, los animales no humanos, como ellos dicen, tienen sentimientos y comparan las granjas y los mataderos con los campos de concentración nazis. Viendo el holocausto de esta noche, aunque los platos estén artísticamente presentados, es normal que Domi haya perdido los nervios. Cuando estuve… (Ya está bien, Ernesto, ya te has lucido).
A más tocamos dijo Juanjo empezando la pierna de cordero al horno.
Para acompañar el asado nos trajeron una botella de tinto. Ernesto nos sirvió a todos.
Primero se comprueba el color y contrastó el color del vino con el blanco del mantel. Después se huele a copa parada olió el vino y todos los de la mesa lo imitaron, especialmente Estefanía, así podemos apreciar los olores de la crianza, la madera. Luego se mueve la copa para liberar los olores primarios, los de la variedad de uva removió el caldo y acto seguido metió la nariz en la copa, y todos lo imitaron entusiasmados. Probó un sorbo−. Excelente, diría yo, tras el tenue vainilla de la barrica explotan aromas vivos, juveniles, irreverentes. ¡Ah!, me recuerda al olor de los henos de las laderas de Viena recién segados una mañana de rocío. Sirah, Merlot y Tempranillo, un maridaje extraordinario, sí señor, gran coupage: las tres variedades conservan su identidad y a la vez se asocian formando un todo sublime, claro está, educado por esa crianza mesurada en la que yo además de la vainilla percibo matices de café y pastas, de ese café humeante en una tarde de brasero y abuela (Esto ni lo he reducido ni lo he retocado. ¡Por Dios!).
Pues a mí me huele a vino (Menos mal, Estefanía, no te ha enajenado del todo. Aunque hubiese estado mejor si no lo hubieras dicho con ese tono de disculpa).
Terminamos de cenar sin mayor incidente. Después el camarero nos puso una botella de orujo y vasos de chupito escarchados. La gente se levantaba arrastrando la silla a conversar con los de la mesa de al lado, había mesas en las que sólo quedaban chaquetas y bolsos. Algunos dormitaban. Todo el salón fue desordenándose, como el aliño y el habla de los antiguos alumnos. Vi que alguien subía al escenario, supongo que el escenario era para las orquestas de las bodas. En ese momento no la identifiqué, estaba muy estropeada, pero ahora sé que era Carmina la que subió, la ex de Cesáreo, estudiaba Filología Inglesa y el último año se fue de Erasmus a  Coventry. Se conoce que era una de las que habían organizado todo el tinglado. Cogió el micrófono intentado disimular la embriaguez, dio unos golpecitos, se oyó un acople, dijo «sí ey, no ey» y habló.
Silencio, por favor. ¡Silencio, porras! Así me gusta. Ahora les vamos a hacer un homenaje a los que no han podido venir por causa de fuerza mayor. O sea, que se han muerto mayormente. Gracias hizo una reverencia oriental y tiró el micrófono.
Proyectaron una presentación en Power Point con fotografías de todos los fallecidos y una canción lacrimógena de fondo. Su cara estuvo 10 segundos aproximadamente, como el resto de las caras. El pelo rizado, la nariz ganchuda y los ojos negros, la foto era del último año y ya tenía el abismo en los ojos. Verlo proyectado en aquel salón, sobre el silencio impuesto en el que brotaban murmullos y pasos y copas rotas... Corominas.
Salí a fumar con la sensación esa de que tienes que pensar algo lúgubre, tan lúgubre que verdaderamente estás pensando en que tiene que ser muy lúgubre y no te aflige en realidad; ni siquiera estriñes el rictus, porque en realidad no te ha invadido el pensamiento lúgubre, sólo te centras en pensar que ha de ser muy lúgubre. Era tan lúgubre que abrí el paquete de Marlboro, encendí el cigarrillo y me limité a ver pasar los coches con la mente en blanco. Ernesto me siguió.
−¿Tienes un cigarro…?
Toma
Lo has visto, ¿no?
A Corominas. Lo atropelló un camión cuando salía del estanco. Joder, era un crack montando jaranas… ¿Qué le pasó, Ricar?  Fue por Carmina, ¿verdad? Contigo hablaba, Ricar.
No te creas. ¿Vamos dentro?
Oye, ya sé que no te caigo bien.
Al otro lado de la calle había un grupo de personas desplegando pancartas.
¿Qué hacen esos?
Ni idea.
Bueno, me voy.
Se quedó contigo, Ricar.
−…¿Cómo lo haces? ¿Cómo las embobas a todas?
Bueno, todas responden al mismo mecanismo. Pero eso qué mas da. Ninguna mujer querría estar conmigo toda su vida.
Ya. Bueno, me voy para dentro, tú haz lo que quieras.
Si no hubiese sido por mí, Fani no estaría contigo.
Ya había abierto la puerta del hotel, giré la cabeza.
Quiero decir que hasta que no las pisotea un chulo, no se dan cuenta de las virtudes de los hombres, digamos, sencillos. Después de una mala experiencia, se conforman con alguien que no las haga sufrir… Espera, no te vayas. 
Entré en el salón a pasos largos. Estefanía estaba bailando la conga con los demás.
Nos vamos le dije agarrándola del brazo.
Pero si ahora hay carrera de sacos.
Llegó Ernesto.
Nos vamos ya le dije.
Me dio un papel.
Mi teléfono. No pretendo que seamos amigos, pero seguro que querrás saber más de Corominas. Llámame y tomamos un café.
Me dio un abrazo, besó a Estefanía y se fue diciendo:
¡Carlos!, ¿cómo va ese revés?

Ricardo, no me pienso ir.
Justo después de que Estefanía terminara la frase, entraron Domitila y unos cuantos más, en pelotas y con pancartas, gritando consignas. Empezaron a volcar mesas y sillas, a pintar con spray las paredes. Juanjo los increpó, los camareros forcejeaban con algunos. Hubo puñetazos, carreras, caos. Uno de ellos se subió al escenario y pintó: Komekarnes de mierda. Afuera se oyeron sirenas de policía.
Será mejor que nos vayamos dijo Estefanía.
Antes de salir miré hacia atrás y vi a toda una promoción universitaria a la gresca en un salón de ceremonias devastado. Periodistas, filólogos, historiadores… que se ganaban la vida de chóferes, boxeadores, comerciales, negociantes, profesores… que vestían bien y tenían perro, hijos, un todoterreno. Personas a las que conocí con trazas de ser sus sueños y que se habían convertido en su caricatura. El fracaso. Que es lo mismo que el éxito, hubiese dicho Cesáreo Corominas.

Carmina llevaba dos semanas en Coventry. Cesáreo no regresó al pueblo el fin de semana porque había discutido con sus padres. El sábado por la noche quedamos en vernos en el Jocker a las 11.30. Llegó a las 12:30. Aunque la espera hizo mella en mis ganas de fiesta y pensaba reprochárselo, no pude sustraerme de su paroxismo: llegó dando abrazos, pidió dos copas a gritos, parecía especialmente contento y no le dije nada, él tampoco se disculpó. Toda la noche estuvo hiperactivo y sonriente. Acabó vomitando en la parada del autobús.
 Como muchas otras veces, me quedé a dormir en su piso. El domingo me despertaron los golpes en su habitación. Entré asustado, había atravesado la puerta del armario de un puñetazo y roto el cabecero de la cama. Gemía encogido sobre el colchón. Le pregunté, no paraba de preguntarle, pero no dijo nada, sólo gimoteaba y temblaba. Me senté a la altura sus rodillas, no sabía qué hacer, le puse la mano en el costado y entonces me miró con un precipicio en los ojos, con los ojos de un cordero recién atravesado por el hielo de la faca.
Me pidió que me fuera sin darme más explicaciones y así lo hice: sabía que era inútil insistir. Luego supe por las amigas de Estefanía que Carmina había cortado la relación la noche del sábado, por teléfono. Durante un tiempo traté de hablar con él, pero se negaba en redondo. Quedábamos de vez en cuando. Eran muy frecuentes sus cambios de humor, lo mismo estaba eufórico, afectivo y parlanchín que lo mismo ensimismado, adusto y lacónico. En más de una ocasión, estando yo en el uso de la palabra, se levantó sin más de la mesa y se fue, o se puso a tomar notas en la libretilla que siempre llevaba encima. Así que cada vez me apetecía menos verlo. Un día, tomándonos una caña en el campus, después de Creación Literaria y sin venir a cuento comenzó a hablar.
La llamé por teléfono. La llamé por teléfono, ¿sabes? No sé si la llamé porque me apetecía  o la llamé porque era sábado por la noche y quería que antes de salir hablara conmigo y yo con ella para que así nos resultara más difícil ponernos los cuernos. Tío, la llamé y no le dije nada, en vez de hablar puse el auricular pegado al altavoz de la radio y le di al play. El sitio de mi recreo, 2 minutos y 50 segundos de poco a nada cuesta ser uno más, bueno, ya te la sabes. Nuestra canción, 2 minutos 50 segundos que aguantó al otro lado sabiendo que cuando acabase la canción me iba a dejar. ¿Es una tortura o no es una tortura?
Tío, creo que tú te has llevado la peor parte. Verás, las amigas de Estefanía…
Joder, Ricardito, te creía más inteligente. Me da igual que me haya puesto los cuernos, que se tire a media Gran Bretaña, ¿para qué hostias se creó el Erasmus si no?, bueno, esto lo digo para defenderme, la verdad es que sí jode, jode una barbaridad. Pero es un dolor por debajo del otro dolor. Me dejó y no me puse triste, sabía que tenía que ponerme triste, que la situación lo requería y que me rondaban los pensamientos trágicos, pero cuando sé que una coyuntura requiere una determinada reacción y unos determinados pensamientos ni reacciono ni pienso como se supone que debo hacerlo porque me centro en que debo reaccionar y pensar de esa manera. Sí, por favor, otra caña. No sé si me entiendes, me da igual. Colgué y me pareció oír el ruido de la lluvia sobre las calles. Todo muy literario. Al menos la atmósfera era la adecuada, porque ponerse triste en un día soleado, en la playa o en un parque florido no puede ser, ¿verdad? Pues claro que puede ser. Eso de que cada vez que una pareja rompe en la ficción se ponga a llover o caigan las hojas de los árboles, que las películas de la posguerra siempre sean en invierno, me parece un insulto a la inteligencia. Como llovía y tenía que estar triste, me asomé a la ventana a quedarme melancólico viendo llover. No era el ruido de la lluvia lo que oí, era el camión de la basura, la lluvia era el sonido del motor amortiguado por los cristales paró de hablar, bebió cerveza y me miró. ¿No te das cuenta? La Literatura es mucho más real que la vida, la vida intenta imitar a  la Literatura Apuntó algo en su libreta. Fue el domingo por la mañana. El domingo por la mañana me desperté y en ese espacio de transición del sueño a la realidad no me acordaba de que Carmina me había dejado, era el yo que tenía el apoyo de Carmina, la conexión mutua a pesar de los silencios y los mares, el yo al que me había acostumbrado. Y de repente ¡paf!, la realidad, no pude. No puedo. Entonces sí me puse triste, no es suficiente la palabra triste. No puedo, la cotidianeidad es una losa, los estudios, nada sirve, Ricardo, nada. Quiero rebelarme contra los días y las noches, contra el trabajo y la  felicidad establecida, no hay felicidad, Ricardo, no existe. Qué más da Y citó a Rimbaud:   Mi vida no es suficientemente pesada, vuela y flota lejos por encima de la acción, ese caro lugar del mundo. Ahora quiero a Carmina más que la quería.
Se levantó y se fue. Pasaron varios meses, fue enredando cada vez más su discurso. Aislándose, lo que no quita que en las noches de fiesta fuera de repente el centro de atención con sus excentricidades. Su ebriedad era crónica e insoportable, lo mismo reía que lloraba que se sumía en un silencio desconcertante. No iba al pueblo. La relación con sus padres empeoró. Se quedaba en el piso. Cesáreo me dijo que su padre tenía problemas con Hacienda y lo había puesto a su nombre, sin llegar a figurarse que tendría mayores problemas con su hijo. Dejó de ir a clase, sólo asistía de vez en cuando a Creación Literaria y al poco tiempo también dejó de asistir.
Estábamos celebrando San Canuto en su piso. Tirados en el sofá, unos porros, unas litronas y Poemas del manicomio de Mondragón.
Cesáreo, tienes que pasar página, deja de llamarla. Intenta conocer a alguien. No sé. ¿Por qué no te vienes con Estefanía y con sus amigas? Vuelve a clase.
Coño, Ricardito, ¿algún tópico más? No se puede pasar página, todos estamos en la misma página, chocando sin parar, corriendo en círculo. Me da igual ser feliz, ¿entiendes? No quiero vida, no hay acto más honrado que el suicidio, no quiero la vida que se nos estipula. Sólo quiero a Carmina, aunque ni de coña volvería a estar con ella, solo quiero quererla de esta manera. Porque volver sería participar de la mentira.  No me pidas participar de la farsa. No me pidas que viva la vida de otro.
Creo que tu problema es que te creíste eso del amor puro, primero y para toda la vida. Eso es mentira, Cesáreo, hay que seguir adelante.
Y un huevo; tío, cada vez eres más tonto. En todo caso el problema lo tendrán los demás, los que se resignan a seguir protocolo establecido por otro, en busca de una felicidad que no es propia, que acaso fue de alguien.
¿Y tú crees que con tu actitud llegarás a ser feliz?
Esto hace mucho tiempo que dejó de tener que ver con la felicidad y el amor, con Carmina. Yo veo y vosotros estáis ciegos. Mi obra será mi vida, y la titularé El Fracaso, que es lo que verdaderamente resplandece, vuestro éxito es el verdadero fracaso. Y leyó del Himno a Satán lo siguiente: Tú que vienes de las estrellas y odias esta tierra, donde moribundos descalzos se dan la mano día tras día, buscando entre la mierda la razón de su vida; yo que nací del excremento te amo y amo posar sobre tus manos delicadas mis heces. Y dijo: Me voy, Ricardo, me voy al Congo.
Vendió el piso y se fue al Congo de voluntario. Fui a llevarlo al aeropuerto y se despidió alegre y citando otra vez a Rimbaud: «Mi jornada ha concluido, Ricardito; dejo la Europa. El aire marino quemará mis pulmones; me tostarán los climas remotos. Nadar, aplastar la hierba, cazar, fumar sobre todo; beber licores fuertes como metal fundido -como hacían esos caros antepasados en torno de las hogueras. ¡Apreciemos sin vértigo la extensión de mi inocencia!»
Volvió escuálido y con el dengue. Se recuperó y pasó unas semanas en mi casa. Me castigó de nuevo con el silencio. Hasta que un día sin más, con el precipicio más hondo en los ojos:
He visto niños con costras beber de charcos infectos, he visto parir a niñas de trece años, a padres borrachos arrojarse a las ruedas de un camión. Y había amor y bien en sus rostros mientras lo hacían.
Y volvió al mutismo durante días. Sólo dormía y fumaba, apenas se alimentaba. Observé que ya no llevaba la libreta.
−¿Ya no escribes?
No sirve de nada. Tratar de escribir cuentos como hacíamos en Creación Literaria, dándoles estructura y sentido, es matar la escritura. Es más esencial el poema, es un fogonazo, y también pulirlo, buscar la perfección es matar el impulso de escribir, que es vivir, y publicar lo que escribes un acto de desvergüenza. Es la primera palabra, la primera idea de un poema, de un relato, de una novela… un hombre que nace. La estructura, el mensaje, la doctrina… es la realidad que lo deforma y lo convierte en otro. Ha de ser la escritura libre y desnuda, sin Dios por encima, ni cauces, ni letras, como nacen los hombres Se detuvo y exclamó−: ¡Farsa continua! Mi inocencia me da ganas de llorar. La vida es la farsa en la que todos figuramos. La mayor obra de un escritor es la rebelión, y si no hay dinero para rebelarse, el suicidio. ¡La quiero! ¡La quiero! ¡Qué egoísta!
Ya no lo vi más. Se fue de mi casa sin despedirse. Supe que estuvo una temporada en la ciudad, gastándose el dinero que le quedaba en alcohol. Luego, según me ha contado Ernesto, regresó al pueblo, estuvo trabajando en una panadería, se casó con una vecina, tuvo un hijo y murió.

En el trayecto del hotel a casa Estefanía no pronunció palabra. Puse la radio y sonó Sueño contigo,  de Camela. Nada apropiada para nuestro estado de ánimo y nuestro nivel cultural. Pero la mantuve, era mejor que la posibilidad de que el silencio nos obligara a hablar. Las calles tampoco eran apropiadas para nuestro nivel cultural.
Al llegar a casa me puse a contestar correos. Mientras, oía a Estefanía en el aseo retirándose los afeites. En un momento entraría a la habitación, diría «Hasta mañana» y se metería en la cama; daría tres vueltas, siempre lo hace, y se quedaría dormida sobre su lado izquierdo, con el brazo izquierdo bajo la almohada y con la mano derecha en la oreja. No le molestaría la luz del ordenador. Nunca le ha molestado. A veces se duerme conmigo al lado leyendo bajo la luz de un flexo. Pero no. Entró en el cuarto despeinada, con la cara lavada, unas braguitas de encaje y una camiseta interior blanca que remarcaba sus senos. Se me acercó por detrás, me besó en la oreja y se durmió. Yo apagué el ordenador y la miré unos segundos antes de marcharme. La noche era como todas las noches y la gente, probablemente feliz.

domingo, 18 de noviembre de 2012



Te acabo de ver

Hasta que no te vea, no escribo
Mientras no te vea, no para de llover
Cuando no te veo, la gramática importa
Hasta la rima, el orden
Si no te veo, mis amigos escriben libros

Cuando te veo, todo se apaga

miércoles, 9 de mayo de 2012

El hombre que reescribía a Carver




Raymond Carver es conocido como el padre del ``realismo sucio'' y el modelo de novelas como American Psycho. Pero, ¿qué tiene que ver Carver con sus cuentos? La demoledora pesquisa de Baricco demuestra que el editor de Raymond tuvo más tino que el autor: Gordon Lish no sólo eliminó casi el cincuenta por ciento del texto original, sino que creó un estilo.


Bloomington (Indiana). Todo empezó hace unos meses, en agosto. Compro el New York Times y en la portada del Magazine encuentro un bellísimo retrato de Raymond Carver. Ojos fijos en el objetivo y expresión impenetrable, exactamente como sus cuentos. Abro la revista y encuentro un largo artículo firmado por D.T. Max. Decía cosas curiosas. Decía que desde hace varios años circula un rumor a propósito de Carver: que sus memorables cuentos no los escribió él; los escribía, pero su editor los corregía radicalmente haciéndolos casi irreconocibles.
El artículo decía que este editor se llamaba Gordon Lish, más bien se llama, porque todavía vive, aunque de esa historia no hable con gusto. Luego el articulista dice que tuvo la curiosidad de saber qué había de verdad en esta especie de leyenda metropolitana.
Así que fue a Bloomington a visitar una biblioteca a la cual Gordon Lish había vendido todas las cartas y los escritos a máquina de Carver en los que estaban incluidas sus correcciones. Fue y revisó. Y se quedó pasmado. De una manera muy americana, tomó uno de los libros de Carver (De qué hablamos cuando hablamos de amor) e hizo cuentas. Resultado: en su trabajo de editor Gordon Lish había eliminado casi el cincuenta por ciento del texto original de Carver y había cambiado el final a diez de trece cuentos. ¿Nada mal, verdad?
Puesto que Carver no es un escritor cualquiera, sino uno de los máximos modelos literarios de los últimos veinte años, pensé que había una historia que aclarar. Y dado que en los periódicos se escribe más lo que es bonito para leer y mucho menos lo que realmente acontece, pensé que había una historia que aclarar. Y dado que en los periódicos se escribe más lo que es bonito para leer y mucho menos lo que realmente acontece, pensé que había sólo un modo de averiguarlo. Ir y cerciorarse. Así que fui e investigué. Bloomington realmente existe, es una pequeña ciudad universitaria perdida en medio de kilómetros de trigo y silos. Muchos estudiantes y, en el cine, Benigni. Todo normal. También la biblioteca existe. Se llama Lilly Library y está especializada en manuscritos, primeras ediciones y otros preciosísimos objetos fetichistas de este tipo. Si estuvieras en Europa deberías dejar como rehén a un pariente, entregar kilos de cartas de presentación, y esperar con paciencia. Pero allí es Norteamérica. Das un documento, te sonríen, te explican el reglamento y te desean buen trabajo (en casos como estos yo oscilo entre dos pensamientos: ``Son así y sin embargo matan a la gente en la silla eléctrica'' y ``Son así y por eso matan a la gente en la silla eléctrica''). Me senté, pedí el archivo Gordon Lish y me llegó una enorme caja para mudanzas, llena de folders muy ordenados. En cada folder, un cuento de Carver: el escrito original con las correcciones de Gordon Lish.
Con las condiciones de no usar bolígrafo, de tener los codos sobre la mesa y pasar las páginas una por una, podía tocar y mirar. Formidable. Me fui directo al más bello (según yo), de los cuentos de Carver: Diles a las mujeres que salimos. Un artilugio casi perfecto. Una lección. Tomé el folder, lo abrí. Me repetí que debía tener los codos sobre la mesa, e inicié la lectura.
Cosa de no creerse, amigos.
Ese cuento lo escogió Altman para su América hoy. También le gustaba a él. Ocho paginitas y una trama muy sencilla. Están Bill y Jerry, amigos de corazón desde la primaria. De los que compran el coche a medias y se enamoran de la misma muchacha. Crecen. Bill se casa. Jerry se casa. Nacen niños. Bill trabaja en el ramo de la gran distribución. Jerry es subdirector de un supermercado. El domingo, todos van a casa de Jerry que tiene una piscina de plástico y el asador de carne. Norteamericanos normales, vidas normales, destinos normales. Un domingo, después de la comida, con las mujeres arreglando la cocina y los niños en la piscina echando relajo, Jerry y Bill toman el coche y van a dar una vuelta. En el camino encuentran a dos muchachas en bicicleta. Se acercan con el coche y se hacen los graciosos. Las muchachas se ríen y no los toman en cuenta. Bill y Jerry se van. Luego regresan. No que sepan bien qué hacer. En cierto momento las muchachas dejan las bicicletas y toman el sendero del campo. Bill y Jerry las siguen. Bill, un poco desalentado, se para. Prende un cigarro. Aquí termina el cuento. últimas cuatro líneas: ``No entendió nunca lo que quería Jerry. Pero todo empezó y terminó con una piedra. Jerry usó la misma piedra con las dos muchachas, primero sobre la que se llamaba Sharon y luego sobre la que debería ser de Bill.'' Fin.
Frío, seco hasta el exceso, metódico, mortífero. Un médico en su millonésima autopsia manifestaría mayor emoción. Carver puro. Un final fulminante y una última frase perfecta, cortada como un diamante, simplemente exacta, y helada. Aquella idea de despiadada velocidad, y aquel tipo de mirada impersonal hasta lo inhumano, se han vuelto un modelo, casi un tótem. Escribir, después de que Carver escribió aquel final, ya no es lo mismo.
Bien, y ahora una noticia. Aquel final no lo escribió él. La última frase -esta espléndida, totémica frase- es de Gordon Lish. En realidad, en su lugar Carver había escrito seis cuartillas, digo seis: tiradas a la papelera por Gordon. Leerlas causa cierto efecto. Carver lo narra todo, todo aquello que en la versión corregida desaparece en la nada dando al cuento aquel tono formidable, de ferocidad lunar. Carver sigue a Jerry por la colina, narra largamente la persecución a una de las dos muchachas, narra que Jerry la viola y luego se levanta, queda como atontado y se va, pero regresa y amenaza a la muchacha; quiere que no diga nada de lo que pasó. Ella lo único que hace es pasarse las manos por el pelo y decir ``vete'', sólo esto. Jerry continúa amenazándola, ella no dice nada, y entonces la golpea con el puño, ella trata de huir, él toma una piedra y la golpea en la cara (``sintió el ruido de los dientes y de los huesos al quebrantarse''), se aleja, luego regresa, ella está todavía viva y se pone a gritar, él toma otra piedra y la acaba. Todo en seis cuartillas: lo que significa: ninguna prolijidad pero también ninguna prisa. Con ganas de narrar, no de ocultar.
Sorprendente, ¿verdad? Todavía más es leer el final, es decir, las últimas líneas. ¿Qué puso el frío, inhumano, cínico Carver, al final de esta historia? Esta escena: Bill llega a la cima de la colina y ve a Jerry de pie, inmóvil, y cerca de él el cuerpo de la muchacha. Quiere huir pero apenas puede moverse. Las montañas y las sombras, a su alrededor, le parecen un encantamiento obscuro que lo aprisiona. Piensa irracionalmente que quizás bajando de nuevo hasta la calle y ocultando una de las dos bicicletas, todo se borraría y la muchacha dejaría de estar allí. Ultimas líneas: ``Pero Jerry estaba ahora de pie frente él, desaparecido en su vestimenta como si los huesos lo hubieran abandonado. Bill sintió la terrible cercanía de sus dos cuerpos, a la distancia de un brazo, incluso menos. Luego la cabeza de Jerry cayó sobre su espalda. Levantó una mano y, como si la distancia que ahora los separaba, ameritara por lo menos eso, se puso a golpear a Jerry, afectuosamente, sobre la espalda, rompiendo a llorar.'' Fin.
Adiós, Mister Carver.
Ahora bien, la curiosidad no es la de entender si es más bello el cuento tal como lo escribió Carver o como salió de la tijera de Gordon Lish. Lo interesante es descubrir, bajo las correcciones, el mundo original de Carver. Es como llevar a la luz un cuadro sobre el cual alguien ha pintado después otra cosa. Usas un solvente y descubres mundos ocultos. Una vez empezado es difícil detenerse. De hecho no me detuve.
Diles a las mujeres que salimos es la obra maestra que es porque realiza a la perfección un modelo de historia que luego tendría en los herederos más o menos directos de Carver una atracción muy fuerte. Lo que se narra allí es una violencia que nace, sin explicaciones aparentes, en un terreno de absoluta normalidad. Entre más violento y sin motivo es el gesto y quien lo cumple es una persona absolutamente ordinaria, más aquel modelo de historia se vuelve paradigma del mundo y esbozo de una revelación inquietante sobre la realidad. Demasiado inquietante y fascinador, para que no sea tomado en serio. Todos los muchachos bien que, en tanta literatura reciente, buena y menos buena, matan de la manera más feroz y sin ninguna razón, nacen de allí. Pero si se usa el solvente, se descubre una cosa curiosa. Carver nunca pensó en Jerry como en alguien realmente normal, como un norteamericano ordinario, como uno de nosotros. Bill sí lo es, pero Jerry no. Y la narración siembra acá y allá pequeños y grandes indicios. Hablan de un muchacho que perdía su trabajo porque ``no era el tipo a quien le gusta que se le diga lo que debe hacer''. Hablan de un muchacho que en la boda de Bill se emborracha y se pone a cortejar de manera pesada a las dos madrinas de la esposa, y luego va a buscar pelea con los empleados del hotel. Y en el coche, aquel famoso domingo, cuando ven a las dos muchachas, el diálogo carveriano original es más bien duro:
(Jerry) ``Vamos. Probemos.''
(Bill) ``¡Jesús! No sé. Deberíamos regresar a casa. Además, son demasiado jóvenes, ¿no?''
``Bastante viejas para sangrar, bastante viejas para ¿conoces el dicho, no?''
``Sí, pero no sé''
``¡Cristo!, sólo debemos divertirnos un poco con ellas, hacerles pasar un mal rato''
Es bastante para que el lector sienta de entrada un hedor de violencia y tragedia. Y cuando la tragedia llega abarca seis páginas y es construida paso a paso, explicada paso a paso, con una lógica que hiela, pero que es una lógica en la que cada peldaño es necesario y todo al final parece casi natural. Todo viene a la mente menos un teorema que describe la violencia como un repentino segmento enloquecido de la normalidad. La violencia allí es más bien el resultado del comportamiento de toda una vida.
Sólo que Gordon Lish borró todo. Ni qué decirlo, tenía talento. Hasta en los más pequeños indicios, quita a Jerry su pasado, incluidos los últimos minutos del asesinato. Quiere que la tragedia, congelada, esté puesta sobre la mesa en las últimas cuatro líneas. Nada de anticipaciones, please. Se perdería el efecto. Resultado: de allí nace American Psycho. Pero Carver, él, ¿qué tiene que ver?
¿Puedo permitirme una nota más técnica? Bien. Carver es grande también por ciertos estilemas que, quizá sin que el lector se dé cuenta, construyen de manera subterránea aquella mirada mortífera por la cual se ha vuelto famoso. Trucos técnicos. Por ejemplo los diálogos. Muy secos. Acompasados por aquel extenuante y obsesivo ``dijo'' que, en la prosa, termina volviéndose una especie de batería que da el tiempo, con exactitud implacable. Un ejemplo: exactamente el diálogo citado arriba entre Bill y Jerry, en el coche. En la edición oficial es un bello ejemplo de estilo carveriano:
``Mira allá'', dijo Jerry, moderando la marcha. ``A ésas me las echaría con ganas.''
Jerry continuó más o menos por un kilómetro y luego se paró. ``Volvamos atrás'', dijo. ``Probemos.''
``¡Cristo!'', dijo Bill. ``No sé.''
``Yo me las echaría'', dijo Jerry.
Bill dijo: ``Sí, pero yo no sé.''
``¡Oh, Cristo!'', dijo Jerry.
Bill dio una mirada al reloj y luego miró alrededor. Dijo: ``¿Les hablas tú? Yo estoy enmohecido.''
Limpio, veloz, rítmico, ni una palabra de más. Como un bisturí. Pero es la versión de Gordon Lish. El diálogo escrito originalmente por Carver suena diferente:
``¡Mira allá!'', dijo Jerry moderando la marcha. ``Podría hacer algo con aquellas cosas.''
Continuó por el camino, pero los dos voltearon. Las dos muchachas los miraron y se echaron a reír, continuando a pedalear en la orilla de la calle.
Jerry avanzó otra milla, después se paró en una placita. ``Regresemos. Probemos.''
``¡Jesús! No sé. Deberíamos regresar a casa. Y además, ¿son demasiado jóvenes, no?''
``Bastante viejas como para sangrar, bastante viejas para... ¿Conoces el dicho, no?''
``Sí, pero no sé.''
``¡Cristo!, tenemos sólo que divertirnos un poco con ellas, hacerles pasar un mal rato''
``Claro.'' Dio una mirada al reloj y luego al cielo. ``Habla tú.''
``¿Yo? Yo estoy manejando. Háblales tú. Además están del lado tuyo.''
``No sé, estoy un poco enmohecido.''
¿Sutilezas? No tanto. Si uno construye buques petroleros, no les checa los tornillos. Pero si hace relojes, sí. Carver era un relojero. Trabajaba hasta en lo más mínimo. El detalle es todo. Además, las palabras de un diálogo son como pequeños ladrillos: si cambias uno no pasa nada, pero si continúas cambiando, al final te encuentras con una casa diferente. ¿Dónde acabó el mítico ``dijo''? ¿Dónde acabó la batería? ¿Y la regla del nunca una palabra de más? ¿Dónde acabó aquel que llamamos Carver?
Para la crónica: conté los ``dijo'' añadidos por Gordon Lish al texto de Carver en aquel cuento. Treinta y siete. En doce cuartillas de las que casi la mitad no son diálogos y por tanto no cuentan. Trabajaba fino Gordon Lish, nada que objetar.
Fin de la nota técnica. No del artículo, porque tengo todavía un ejemplo. Colosal.
El último cuento de la colección De qué hablamos cuando hablamos del amor es brevísimo: cuatro páginas. Se titula ``Todavía una cosa''. Formidable, por lo que yo entiendo. Una sacudida eléctrica. Es una pelea. Por un lado, un marido borracho. Por el otro, la esposa con una hija jovencita. La mujer no puede más y le grita al marido que desaparezca para siempre. El dice algo. Se gritan cosas. Casi no hay acción, sólo voces que exhalan miseria, y dolor, y rabia, rumiando odio al ritmo de los obsesivos ``dijo''. Lo que te tiene con la respiración en suspenso es que todo está en vilo sobre la tragedia. La violencia del marido parece que está por explotar. Es una bomba encendida. Hay un instante en que todo se vuelve casi insoportablemente filoso. El lanza un tarro contra una ventana. Ella le dice a la hija que llame a la policía. Pero lo que pasa luego es que él dice: ``Está bien, me voy'' y va a su cuarto a hacer la maleta. Regresa a la sala. La mecha de la bomba parece siempre más corta. Ultimos compases, de odio puro. El marido ya está en el umbral. Dice: ``Sólo quiero decir una cosa.'' Punto y aparte. Ultima frase: ``Pero luego no logró pensar lo que podía ser.'' Fin.
Es el clásico Carver. Miserias de una humanidad desarmada y sin palabras. Nada sucede y todo podría suceder. Final mudo. El mundo es una tragedia estática.
En la Lilly Library tomé el escrito de Carver. Lo leí. Llegué hasta el final. El marido está en el umbral. Se voltea y dice: ``Sólo quiero decir una cosa.'' Bien. ¿Saben qué pasa? Allí, en aquel escrito, lo dice. Y como si no bastara, ¿saben qué dice? Aquí está:
``Escucha, Maxine. Recuerda esto. Te amo. Te amo pase lo que pase. Y también te amo a ti, Bea. Las amo a las dos.'' Se quedó de pie en el umbral y sintió que los labios le empezaban a temblar mientras las miraba en la que, pensó, sería la última vez. ``Adiós'', dijo.
``A esto tú llamas amor'', dijo Maxine y soltó la mano de Bea. Cerró la suya en un puño. Luego sacudió la cabeza y hundió sus manos en las bolsas. Lo miró y dejó caer la mirada, cerca de los zapatos de él. A él le vino a la mente, como en un shock, que iba a recordar para siempre aquella tarde, y a ella parada de aquel modo. Era horrible pensar que en todos los años venideros ella iba a ser para él aquella mujer indescifrable, una figura muda metida en un traje largo, de pie en el centro del cuarto, con los ojos mirando al suelo.
``Maxine, gritó. ``¡Maxine!''
``¿A esto lo llamas amor?'', dijo ella, levantando los ojos y mirándolo. Sus ojos eran terribles y profundos, y él los miró, todo el tiempo que pudo.
Leí y releí este final. ¿No es extraordinario? Es como descubrir que, en su versión original, Esperando a Godot termina con Godot que efectivamente llega, y dice cosas sentimentales, o sólo sensatas. Es como descubrir que en la versión original de Los novios, Lucía echa a Renzo y termina con un discurso anticlerical. No sé.
Le dice ``Te amo'', ¿entienden? Aquel silencio suyo en el umbral de su casa parecía la última estación de la humanidad y de la esperanza. Y sólo era un hombre que retomaba el aliento, con el corazón despedazado, para encontrar la forma de decir a la mujer que la ama, que a pesar de todo la ama. No es el silencio del desierto del alma. Sólo tenía que tomar aliento. Encontrar el valor. Todo eso.
Los Apocalipsis no son como los de antes.
El artículo en el Magazine del New York Times reconstruía el caso, y luego entrevistaba a unos ``addetti ai lavori'' (especialistas), preguntándose con qué derecho el trabajo del editor se sobrepone al trabajo del autor y, naturalmente, si todo eso redimensiona o no la figura de Carver. Por cierto, el problema es interesante, y también en Italia podría tomarse como pretexto para volver a reflexionar sobre la figura de los editores y hasta para descubrir alguna sabrosa intriga del país. Pero otro es el punto que me parece más interesante. Descubrir que uno de los máximos modelos de la cultura narrativa contemporánea es un modelo artificial. Nacido en laboratorio. Y sobre todo: descubrir que el mismo Carver no estaba capacitado para mantener aquella mirada impasible sobre el mundo que sus cuentos ostentan. Más bien, en cierto modo tenía el antídoto contra aquella mirada. La esbozaba, quizás hasta la haya inventado, pero después, entre líneas y sobre todo en los finales, la cuestionaba, la apagaba. Como si tuviera miedo. Construía paisajes de hielo pero luego los veteaba de sentimientos, como si tuviera necesidad de convencerse que, a pesar de todo aquel hielo, eran habitables. Humanos. Al final, la gente llora. O dice te amo. Y la tragedia es explicable. No es un monstruo sin nombre. Gordon Lish tuvo que intuir, por el contrario, que la visión pura y simple de aquellos desiertos helados era lo que aquel hombre tenía de revolucionario. Y era lo que los lectores tenían ganas de que se les narrara. Borró minuciosamente todo lo que podía calentar aquellos paisajes y, cuando era necesario, añadía aún más hielo. Desde un punto de vista editorial él tenía la razón: construyó la fuerza de un verdadero y propio modelo inédito. ¿Pero el punto de vista editorial es el mejor punto de vista?
El último día, en la Lilly Library, me releí de corrido los dos cuentos en la versión original de Carver. Bellísimos. De manera distinta, pero bellísimos. ¿Saben qué había de diferente? Que al final tú estabas de parte de Jerry y del marido borracho. Hay compasión por ellos y una comprensión de ellos, que logra la acrobacia insensata de hacerte sentir de parte del malo. Yo conocía al Carver que sabía describir el mal como cáncer cristalizado sobre la superficie de la normalidad. Pero en el original era distinto. Era un escritor que buscaba desesperadamente hallar el revés humano del mal, demostrar que el mal es inevitable; dentro de él hay un sufrimiento y un dolor que son el refugio de lo humano -el rescate de lo humano- en el paisaje glacial de la vida. Debía saber bastante de personajes negativos. El era un personaje negativo. Hasta me parece natural, ahora, pensar que haya buscado obsesivamente hacer aquello y nada más que aquello: rescatar a los malos. En el último cuento, el de la pelea, Gordon Lish cortó casi todas las palabras de la hija, y aquellas palabras son afectuosas, son las palabras de una muchachita que no quiere perder a su padre, y que lo ama. Ahora me parecen la voz de Carver. Y, en cierto momento, hay una parte, siempre cortada por Lish, en la que el padre mira a aquella muchachita, y lo que dice es de una tristeza y de una dulzura inmensas: "Tesoro, me duele. Me encolericé. Olvídame, ¿quieres? ¿Me olvidarás?''
No sé. Se necesitaría ver todos los otros cuentos, estudiarlos seriamente. Pero regresé con la idea de que aquel hombre, Carver, tenía en la cabeza algo terrible pero también fascinante. La idea de que el sufrimiento de las víctimas es insignificante. Y que el residuo de humanidad que hierve bajo esta zona glacial está custodiado por el dolor de los verdugos. ¿Si así fuera, no residiría en esto su grandeza?


Alexandro Baricco
Traducción de Annunziata Rossi
Tomado de La Repubblica
La Jornada Semanal, 29 de agosto de 1999

jueves, 12 de abril de 2012

EL TÚNEL


−Estás cansado porque tienes la frente más ancha.
Sus deditos me recorrían como calambres. Las bombillas que flotaban encima de nuestras cabezas apenas alumbraban y teníamos que palparnos los rostros para reconocernos. Las voces no servían, hacía tiempo que se igualaron. Tanto tiempo que ya no me extrañaba que una niña de 7 años hablara con gravedad, con mi voz.
La graba suelta del asfalto se me clavaba en las nalgas; la pared, húmeda y mugrienta, estiraba sus raíces frías hasta mis cervicales, pero nada podía ser peor que volver a erguirse sobre unos pies llagados, entumecidos, y reanudar la marcha. No sé cuántos kilómetros habíamos recorrido en aquel túnel asfixiante. Me daba la sensación de llevar décadas enclaustrado (sin otro contacto con el exterior que una pequeña radio), caminando lentamente y con esfuerzo hacia la salida, acaso un destello en el final de la negrura que parecía alejarse conforme nos acercábamos.
−Nunca vamos a llegar.
Creo que lo dije yo. Ella me acarició los párpados.
Escuchábamos la radio, movíamos el dial en busca de noticias esperanzadoras. También hablaba con mi voz: todas las tertulias, los diferentes tertulianos, los boletines, incluso los espacios musicales emitían el mismo sonido monótono, más parecido al enjambre del tramo de banda entre emisora y emisora.
−La cifra de parados aumenta en 500.000…
Cuando te oyes decir «la cifra de parados» se te colma el corazón de matemáticas, y una familia desintegrada por la penuria se convierte en una ecuación:
1+1 -(hipoteca + domingos en los contenedores del súper)= X/365
−La bolsa se desploma −dije.
−El precio del combustible se dispara −dije.
Y también dije:
−Papá, tenemos que seguir.
−300.000 desahucios, 300.000 millones de euros en bonificaciones para los banqueros.
−Las agencias de calificación, sentadas en un amplio despacho tras cristales relucientes, determinan cuánto valemos.
−No puedo −dije.
No estábamos solos, se intuía la masa caminando, las toses, los codazos; se respiraba el aire pastoso, cansado de visitar pulmones pansidos. Vi sus caras (kilómetros antes, cuando las bombillas todavía alumbraban), las vi deformarse poco a poco, hasta derretirse y hacerse iguales.
Apreté sus manos (las de mi niña) contra mi cara y las posé sobre mis muslos. Alargué las mías hasta su carita. Quién diría que luciera un nimbo resplandeciente cuando estábamos a cielo abierto; cuando ella traveseaba y yo tenía trabajo, automóvil… Era capaz de iluminar hasta la boca del jefe y la espalda de mi exmujer. No había quien la parase. Cuando la arropaba en la cama continuaba moviendo las piernas y queriendo meter todas las cosas en sus ojos abiertos de par en par. Me quedaba con ella hasta que se dormía. Sintonizaba Radio 3, con el volumen bajo, y le silbaba al oído melodías de grupos nuevos. Ahora la mía (mi bombilla) apenas calentaba el filamento, y la suya era una pavesa. Puede que se apagaran mucho antes de entrar en el túnel, pero no nos importó porque brillaba el sol, veraneábamos en Altea y los perros se ataban con longanizas.
Deslicé las yemas de los dedos por el nacimiento de su pelo, espeso y tirante por la diadema; apenas el relieve de sus cejas; los orificios nasales abombados. Pronto dejaría de sentir esa piel suave y esos huesos queriendo romperla y me haría roca. Seguí transitando la orografía de su rostro detenidamente. Al llegar a las orejas toqué unos lóbulos colgantes, enormes; el cartílago endurecido, el orificio cubierto de pelos; unas orejas de viejo, mis orejas, que flanqueaban la cara una niña de 7 años. Ahogué un grito. Fue entonces cuando el destello frágil que se adivinaba a lo lejos desapareció y nos devoró la oscuridad.
Me oí decir desde el transistor:
−Debido a la crítica situación en que nos encontramos y en pro del ahorro energético, nos hemos visto obligados a apagar también la luz al final del túnel.
Me abrazó y no sentí sus manos trémulas aferrarse. Las raíces del muro ya chupaban del corazón y trepaban hacia el cerebro.
−Duérmete.
Me pareció sentir la radio hacerse añicos contra mí; y llegó, como del mar, hasta mi ojos un soplido, y otro, y otro, rasgados; y descubrí que estaba silbando They don’t belive, de Russian Red, y que conforme lo hacía su bombilla se avivaba. But they walk instead, y una mano pequeña y caliente me arrancó de la pared. Y caminamos silbando juntos, walk by the man who sings a song to the streetlights, cada vez más fuerte, y nuestro fulgor creció hasta propagar haces de luz que quebraron el cemento.
−Buenos días, cielo.



jueves, 22 de marzo de 2012

¿VIVO O MUERTO?

−¿De verdad que no es usted vendedor de divanes? Es que estar aquí tumbado hablándole de mis cosas me recuerda una escena de Los Simpsons. Se supone que Homer está en una clínica psicológica. Sólo se le ve a él, tirado en uno de estos muebles, contándole con preocupación al doctor que ha descubierto que Marge, su esposa, de la que se creía inseparable, no es su alma gemela. Está muy desazonado porque un coyote parlante, al que había llegado siguiendo a una tortuga, le ha dicho que todas las personas necesitan encontrar un alma afín, con la que haya una comprensión mística y todas esas cosas. Él creía que era Marge, pero resulta que no es así, y ahora se encuentra desconcertado, sin saber por dónde empezar a buscar su alma gemela. Entonces se abre el plano y aparece un panoli que le dice que todo eso se escapa a su preparación como vendedor de divanes. Por eso le pregunto. 
 −¿Leyó usted el rótulo de la entrada? 
 −Sí sí. Javier Sales. Psicólogo. Es un argumento convincente, y si le sumamos los 40 pavos que me va a cobrar por sesión, le aseguro que es usted psicólogo. 
 −Se lo agradezco. El día de mi graduación bebí demasiado. 
 −Y yo le agradezco a usted que me hable con ironía. Creía que me iba a hablar como a los gatos o a los Testigos de Jehová. ¿Sabe? Se llama igual que mi profesor de escritura. Y precisamente antes de venir aquí he leído su disquisición literaria de la quincena. Hablaba del las sincronicidades; casualidades que se dan en la vida y que no tienen por qué tener sentido, pero que vistas por un agudo observador adquieren significado. Ponía como ejemplo El escarabajo dorado de Jung, un colega suyo. Jung cuenta que una paciente le dijo en mitad de su tratamiento que había soñado que le regalaban un escarabajo dorado. Mientras la paciente le va contando el sueño, el tipo oye que algo golpea la ventana que tiene detrás. ¿Lo adivina?, un escarabajo, la cetonia común, intentando entrar en el despacho, en aquel preciso momento. Jung abre la ventana y se lo muestra a la paciente. A partir de aquella sesión, la paciente mejora al deshacerse de una actitud rígida y racional que la sometía. ¿No le parece asombroso? 
 −¿El qué? 
 −¿No me está escuchando? 
 −Precisamente porque le escucho no sé si le parece asombroso la anécdota del escarabajo o que me llame Javier Sales. 
 −Todo en conjunto. Que su tocayo escribiera sobre las sincronicidades poniendo como ejemplo un caso psicológico, que yo le llamara hecho polvo por haberme rencontrado con mi exmujer, que usted me diera cita hoy, justo después de leerlo, recordar el capítulo de Los Simpsons… ¿Es grave, doctor? 
 −…  
 −Que todos los acontecimientos de tu vida te recuerden una serie de televisión. −Mientras la serie no sea Dexter… ¿Y cuál es el mensaje? 
 −¿Cómo dice? 
 −Dijo que un observador podía darles significado a las casualidades. −Ahí es donde quería llegar. ¿Conoce la paradoja del gato de Schröringer? 
 −Sí, claro. 
 −Mientras no haya un observador que abra la caja el gato está vivo y muerto a la vez. Sólo cuando se abra la caja la realidad se decanta por un lado u otro. Yo no tengo ni idea de lo que me quieren decir todas estas señales y me encuentro en la misma situación que el gato. Espero que usted sea mejor observador. 
 −Ese es mi trabajo, le garantizo que al final de esta sesión le daré un diagnostico, pero es usted por sí mismo quien tiene que solucionar su problema, yo sólo puedo facilitarle las herramientas. Y le advierto que a veces estamos tan ofuscados en una idea que nos vamos inventando señales por donde pasamos. ¿Qué sintió al verla? 
 −Verá, de esto me cuesta hablar si sigue tomando notas. 
 −No se preocupe, es necesario para que lleguemos a alguna conclusión. 
 −Es que me da la sensación de estar declarando ante un tribunal. 
 −Bajaré un poco la persiana. Cierre los ojos y relájese. 

 −Salí a cenar con mis amigos. Todo iba bien, o eso pensaba, desde que se fue a trabajar a Alemania. Al tener todos los papeles del divorcio solucionados y ella irse lejos fue como si quedara relegada a un nombre en la agenda del móvil. De vez en cuando me sorprendía con algún mensaje de «Hola ¿cómo estás? Espero que te vaya bien» y punto, pero eso no me suponía más que unos segundos de melancólicos. Aquello era un gran alivio porque lo había pasado muy mal durante la separación. Pasados dos años, los pensamientos autodestructivos habían desaparecido, me había acostumbrado a vivir de nuevo en casa de mis padres, salía de juerga, no se me hacía tan pesado el trabajo… Incluso había recuperado mis aficiones literarias de adolescente. Creía que al fin solo era un bonito recuerdo y estaba ansioso por buscar nuevas experiencias y entregarme a ellas. Pero la vi entrar en el restaurante y se me cayó el mundo encima. Fue como si un terremoto me devastara por dentro, como si un coche entrara a toda velocidad en una obra llevándose por delante los puntales. Era algo más allá del típico malestar que se puede sentir al cruzarte con una expareja. Era una angustia que me anegaba las tripas y me subía hasta la boca. Temblaba, me di cuenta a levantar el vaso. Bebí compulsivamente. Todo mi cuerpo se estremecía por un seísmo que solo podía calmar su cuerpo. Afuera todo se hizo borroso. Creo que me saludó y me dijo algo de una boda de una amiga, y siguió hasta una mesa con la gente que le acompañaba. Las conversaciones, el trajín de los camareros y el sonido de los cubiertos eran navajas afilándose en mi frente. Alguien dijo: «Estás blanco.» La veía a ella; hablando, llevándose el tenedor a los labios, yendo al aseo, riendo. Tuve la sensación de que las luces se apagaban, de quedar aislado en un vacío helado. Estaba en su móvil, me había convertido en unas letras y unos números en su teléfono, banales, olvidados, y la oía arriba haciendo las cosas que hace la gente en los restaurantes. Estaba allí y estaba en la mesa con mis amigos, como el gato vivo-muerto… Oiga, ¿le pasa algo? 
−…Continúe, por favor.  
−Tuve que salir del bar, dejé mi parte y me disculpé ante mis amigos. Caminé por la acera sin ver los coches, en un paso de cebra estuvieron a punto de atropellarme. Aunque no tuviese rumbo, aunque caminase para alejarme del algo que yo mismo transportaba, aceleré el paso. De pronto me vi en una calle extrañamente silenciosa. Me detuve asustado. Bajo una farola había un perro que me miraba. No dejaba de mirarme el hijo de puta como si pretendiera escrutarme. «¡Cabrón –le grité−, ahora qué, qué hago, cabrón!» El perro no contestó, levantó una pata y se olió los genitales… Oiga… oiga… ¿está usted llorando?