Estuvimos en la cena de antiguos alumnos de la
Facultad de Letras, en el hotel Reina Victoria. Estefanía estaba impaciente
desde que nos enviaron las invitaciones. Empezó a maquillarse dos horas antes
de la señalada para la cena y continuaba haciéndolo media hora después,
mientras yo la esperaba revisando el correo electrónico, con los cordones
desatados y la corbata sin anudar colgando de mis hombros. No me hacía especial
ilusión reunirme con todas esas personas con las que, sí, coincidí en mi época
de universitario, pero ni congenié ni choqué tanto como para intrigarme su
devenir.
De la universidad saqué un título, que de nada me ha
servido, y una esposa, pero amigos… amigos, pocos; y con los que mantenga
contacto en la actualidad, ninguno. Serían unas tres horas de conversaciones
anodinas y sonrisas afectadas (convencionalismos sociales a los que sólo me
presto con ánimo de lucro). Comparación, sobre todo comparación: el triunfo de los
exitosos sería más evidente poniéndose
al lado de los fracasados y viceversa, porque ambos partieron del mismo punto,
y todos mantendrían la circunspección y cogerían los canapés con el índice y el
pulgar, los morderían como si les repugnaran y beberían de la copa con cuidado
de no dejar huellas. En realidad no recuerdo que algo me haya hecho especial
ilusión en muchos años. No sé si hay un momento concreto, quizá cuando me
afeité por primera vez en el piso conyugal, cambiando una rueda de camino a Sierra
Nevada, o mucho antes, en la cafetería de la facultad… no sé, un punto
identificable a partir del cual dejé de remar y me entregué a una deriva de acontecimientos en
los que apenas intervengo, tan previsibles y cotidianos que podrían pertenecer
a la vida de cualquier otro. Los dos estudiamos Filología. Luego ella opositó y
en la actualidad es profesora de Lengua y Literatura en el instituto Don Bosco.
Por mi parte he escrito una novela (un tocho de 1.135 páginas infumable, la
verdad sea dicha) ambientada en las guerras carlistas, con final sorprendente
en el que interviene un alienígena. Y por salir de impecune he profesado
multitud de oficios, a cual más denigrante: llegué a ser conspicuo limpiador de
váteres portátiles. Hoy por hoy estoy de comercial en una empresa de
electrodomésticos. Trabajo en el que a pesar de tratar con clientes de todas
las calañas no he tenido la oportunidad de utilizar el judeoespañol, pero que a
fuerza de gastar gasoil y saliva me asegura un estipendio decente. Nos hicimos
novios en el último año de carrera. No fue que tras una concienzuda
deliberación concluyéramos que éramos novios y lo publicáramos en el tablón.
Simplemente fue que dejamos de hacer lo que hacen los rollos esporádicos. La
charla de después de la coyunda fue haciéndose más larga y natural. Luego la
trasladamos a la cafetería (la charla, la coyunda seguía siendo en el asiento
trasero de mi Opel Corsa, aunque también fue haciéndose más larga y natural).
Empezamos a vernos por otros motivos: ir al cine, a una exposición, al
campeonato de beber cerveza que hacían en el Jocker todos los jueves. Me atraía
de ella (obviando el físico en curvas abundante) su lenguaje procaz, su
incorrección, y el hecho de que se ruborizara cuando hacía cumplidos. Aprendí
qué quería decir cada uno de sus gestos y (obviando su personalidad en
estridencias abundante) me enamoré. A los pocos meses me presentó a sus padres
y el resto de la historia es todavía más estándar. Por aquella época amisté con
Cesáreo Corominas, él estudiaba periodismo pero coincidimos en la clase de
Creación Literaria. Venía de un pueblo de Ciudad Real (no me acuerdo del
nombre) y compartía piso con Lucio no sé qué más, que era del Opus y siempre
vestía chaleco. Muchas tardes las pasaba con ellos, más bien con Cesáreo, fumando
marihuana, leyendo a Rimbaud o a Leopoldo María Panero y escuchando Radio3. Fue
mi único amigo y por una temporada pude considerarme su mejor amigo, aunque él
nunca lo hubiese admitido; hasta que un día, por un motivo u otro, fue como si el
Cesareo cachondo y alegre desapareciera.
La posibilidad del reencuentro cambió levemente la
perspectiva de la reunión. Hizo más llevadero que Estefanía terminara de
maquillarse en el coche mientras me rogaba que no diera volantazos; que
tuviésemos que volver dos veces a casa, a por colirio la primera y a cambiarse
los zapatos la segunda, estando a dos metros del hotel.
Como llegamos tarde fue imposible pasar
desapercibidos, aunque, pensándolo bien, Estefanía, con lo emperifollada que
iba, sólo habría pasado desapercibida en el carnaval de Tenerife. En el hall
del hotel había restos del coctel previo y un camarero nos guió amablemente
hasta el salón. Nuestra mesa se encontraba en el otro extremo del comedor, en la zona
de Filología, aula C: el salón estaba dividido por aulas. Yo me limitaba a
asentir por aquí, sonreír por allá, pero
Estefanía se detuvo a saludar efusívamente en casi todas las mesas. Su voz en estado normal ya es potente. De modo
que anegaba el comedor con su perfume, su disfraz, su escote, sus abrazos, su
palabrería…Todo el mundo nos miraba al tiempo que yo no sabía que hacer con las
manos y los músculos de la cara. Que si ¡Amanda, cuánto tiempo! Tenemos que
vernos más a menudo, que si ¡Jorge! ¡Chavalín! ¡Hay que ver, estás fenomenal! (Es
menester decir que el tal Jorge estaba tuerto, mellado y tenía la nariz torcida;
secuelas del boxeo, supe después; y al dejarlo atrás Estefanía me miró con las
mejillas coloradas). No había ni rastro de Cesáreo. Nos sentaron con Ernesto
Garay, que traía consigo una chica despampanante, mucho más joven que él, un
gordo que al sentarnos alzó una gamba al tiempo que levantaba las cejas como
saludo y una mujer desvaída que aparentaba
estar nerviosa. Sólo reconocí a Ernesto, nos pillamos algunas jumeras juntos y
en primero tuvo un roce con la que ahora
es mi mujer. No llegamos a ser amigos. No por celos, sino porque creo que nadie
podría llegar a ser amigo de Ernesto, si por amigo se entiende alguien con el
que hay comprensión intima. Recuerdo que tenía una preocupación desmedida por
la estética y se esmeraba en las lisonjas; era la fachada impoluta de
arquitectura moderna (con esa rareza que fascina a los gaznápiros) albergando
una sala vacía. Precisamente por su naturaleza hueca y su dominio de las
apariencias se llevaba bien con todo el mundo. Fue el único que se levantó para
darnos la bienvenida. «¡Ricar!», exclamó dándome un abrazo tan violento y
rápido que me resultó más bien una embestida tras la que quedé más desolado y
desubicado en aquel salón. Luego besó a Estefanía en la mejilla y a partir de
ahí mi mujer perdió todo su desparpajo y naturalidad.
El gordo era Juanjo Buendía, no lo había conocido en
un principio porque en clase era todo un atleta. Ahora se dedicaba a las
tragaperras (no a jugar, se entiende, sería de sandios y a pesar de que fuera
atleta, Juanjo no era sandio). Tenía aproximadamente 50 máquinas repartidas por
diversos locales, ya fueran casinos propiamente dichos, bares convencionales,
de intercambio o asociaciones de amas de casa.
−Ya ves, Ricardo, aquí poniéndome las botas y ganando
dinero. Y ahora me voy a mi casa, me tumbo en el sofá y sigo ganando dinero.
¿Qué te parece? La gente es gilipollas, sólo hay que saber aprovecharlo.
Habló por las coyunturas durante toda la cena con la
misma fruición con la que comía.
La mujer paliducha era Domitila García, representante
de los alumnos. Al estar sentada al lado de Juanjo daba la impresión de ser más
endeble y enfermiza. La vi tan nerviosa que tuve que preguntarle si se
encontraba bien. No contestó.
La chica despampanante se llamaba Dulce Ledesma y
era la tercera mujer de Ernesto. Se la trajo de un viaje de negocios que hizo a
Paraguay, así lo dijo él.
−Fui por un negocio de caballos, el caballo español
se cotiza mucho por las Américas. Llevé dos ejemplares preciosos. Dama, una
yegua de olé, y Tizón, macho entero. Se los encasqueté a un tipo… para mí que
era narco, por 50.000 euros, me los pagó a toca teja. Total, Dulce estaba de
limpiadora en el hotel que me alojaba. Y bueno… pues ya se sabe. Que me la
traje. ¿Verdad, mi amor? –(He
reducido el monólogo de Ernesto por ser en realidad demasiado prolijo,
engreído, lleno de eufemismos e insustancial, en el que nos detalló los
pormenores de todos sus negocios, increíblemente lucrativos, allende los mares y
la honestidad; esto último, lo de la honestidad, lo añado yo).
−Claro, amorcito.
Estefanía bebía compulsivamente, cambiaba los
cubiertos de lado, la servilleta, miraba en el bolso. Entre Juanjo y Ernesto
coparon todo el espacio destinado a la conversación por encima de los platos.
Por debajo de las fanfarronadas y risotadas le pregunté de nuevo a Domitila si
le sucedía algo. Se puso entonces a temblar como si le estuviese dando la
corriente, chocando una rodilla con otra, mirando los platos de la mesa, con el
cuello rígido; hasta que de repente se puso a llorar, se levantó, cogió el
plato de las gambas y me las tiró por encima al tiempo que gritaba «¡Asesinos!»
y salía corriendo.
Yendo al baño eché una ojeada por las mesas con la
esperanza de ver a Cesáreo Corominas, pero no estaba. O se había ajado tanto
que no lo reconocía o no se había prestado a la pantomima, que era lo más
probable. Cuando regresé, Ernesto estaba hablando con los gestos medidos y la
mirada fija en cada uno de los comensales por un tiempo equitativo, y Estefanía
escuchándolo con embeleso. Joder.
−Es vegana. ¿No sabéis qué es vegana? Es una especie de secta. Son
vegetarianos estrictos. No comen carne ni nada que venga de los animales,
huevos, leche, miel…
−Madre mía, entonces qué comen −(Qué comentario más inteligente, Estefanía, anda, trae que te limpie, que se te cae la baba).
−Pues plantas, vegetales, leche de soja y todas esas
pijotadas. Defienden que los animales, los animales no humanos, como ellos
dicen, tienen sentimientos y comparan las granjas y los mataderos con los
campos de concentración nazis. Viendo el holocausto de esta noche, aunque los platos estén artísticamente presentados, es
normal que Domi haya perdido los nervios. Cuando estuve… −(Ya está bien, Ernesto, ya te has lucido).
−A más tocamos –dijo
Juanjo empezando la pierna de cordero al horno.
Para acompañar el asado nos trajeron una botella de
tinto. Ernesto nos sirvió a todos.
−Primero se comprueba el color –y contrastó el color del vino con el blanco del
mantel−. Después se huele a copa parada –olió el vino y todos los de la mesa lo imitaron,
especialmente Estefanía−, así
podemos apreciar los olores de la crianza, la madera. Luego se mueve la copa
para liberar los olores primarios, los de la variedad de uva –removió el caldo y acto seguido metió la nariz en la
copa, y todos lo imitaron entusiasmados. Probó un sorbo−. Excelente,
diría yo, tras el tenue vainilla de la barrica explotan aromas vivos,
juveniles, irreverentes. ¡Ah!, me recuerda al olor de los henos de las laderas
de Viena recién segados una mañana de rocío. Sirah, Merlot y Tempranillo, un
maridaje extraordinario, sí señor, gran coupage: las tres variedades conservan
su identidad y a la vez se asocian formando un todo sublime, claro está,
educado por esa crianza mesurada en la que yo además de la vainilla percibo
matices de café y pastas, de ese café humeante en una tarde de brasero y abuela
–(Esto ni lo he
reducido ni lo he retocado. ¡Por Dios!).
−Pues a mí me
huele a vino –(Menos
mal, Estefanía, no te ha enajenado del todo. Aunque hubiese estado mejor si no
lo hubieras dicho con ese tono de disculpa).
Terminamos de cenar sin mayor incidente. Después el
camarero nos puso una botella de orujo y vasos de chupito escarchados. La gente
se levantaba arrastrando la silla a conversar con los de la mesa de al lado,
había mesas en las que sólo quedaban chaquetas y bolsos. Algunos dormitaban.
Todo el salón fue desordenándose, como el aliño y el habla de los antiguos
alumnos. Vi que alguien subía al escenario, supongo que el escenario era para las
orquestas de las bodas. En ese momento no la identifiqué, estaba muy estropeada,
pero ahora sé que era Carmina la que subió, la ex de Cesáreo, estudiaba
Filología Inglesa y el último año se fue de Erasmus a Coventry. Se conoce que era una de las que
habían organizado todo el tinglado. Cogió el micrófono intentado disimular la
embriaguez, dio unos golpecitos, se oyó un acople, dijo «sí ey, no ey» y habló.
−Silencio, por favor. ¡Silencio, porras! Así me
gusta. Ahora les vamos a hacer un homenaje a los que no han podido venir por
causa de fuerza mayor. O sea, que se han muerto mayormente. Gracias –hizo una reverencia oriental y tiró el micrófono.
Proyectaron una presentación en Power Point con
fotografías de todos los fallecidos y una canción lacrimógena de fondo. Su cara
estuvo 10 segundos aproximadamente, como el resto de las caras. El pelo rizado,
la nariz ganchuda y los ojos negros, la foto era del último año y ya tenía el
abismo en los ojos. Verlo proyectado en aquel salón, sobre el silencio impuesto
en el que brotaban murmullos y pasos y copas rotas... Corominas.
Salí a fumar con la sensación esa de que tienes que
pensar algo lúgubre, tan lúgubre que verdaderamente estás pensando en que tiene
que ser muy lúgubre y no te aflige en realidad; ni siquiera estriñes el rictus,
porque en realidad no te ha invadido el pensamiento lúgubre, sólo te centras en
pensar que ha de ser muy lúgubre. Era tan lúgubre que abrí el paquete de Marlboro,
encendí el cigarrillo y me limité a ver pasar los coches con la mente en blanco.
Ernesto me siguió.
−¿Tienes un cigarro…?
−Toma
−Lo has visto, ¿no?
−…
−A Corominas. Lo atropelló un camión cuando salía del
estanco. Joder, era un crack montando jaranas… ¿Qué le pasó, Ricar? Fue por Carmina, ¿verdad? Contigo hablaba, Ricar.
−No te creas. ¿Vamos dentro?
−Oye, ya sé que no te caigo bien.
Al otro lado de la calle había un grupo de personas
desplegando pancartas.
−¿Qué hacen esos?
−Ni idea.
−Bueno, me voy.
−Se quedó contigo, Ricar.
−…¿Cómo lo haces? ¿Cómo las embobas a todas?
−Bueno, todas responden al mismo mecanismo. Pero eso
qué mas da. Ninguna mujer querría estar conmigo toda su vida.
−Ya. Bueno, me
voy para dentro, tú haz lo que quieras.
−Si no hubiese sido por mí, Fani no estaría contigo.
Ya había abierto la puerta del hotel, giré la
cabeza.
−Quiero decir que hasta que no las pisotea un chulo,
no se dan cuenta de las virtudes de los hombres, digamos, sencillos. Después de
una mala experiencia, se conforman con alguien que no las haga sufrir… Espera,
no te vayas.
Entré en el salón a pasos largos. Estefanía estaba bailando
la conga con los demás.
−Nos vamos –le dije
agarrándola del brazo.
−Pero si ahora hay carrera de sacos.
Llegó Ernesto.
−Nos vamos ya –le dije.
Me dio un papel.
−Mi teléfono. No pretendo que seamos amigos, pero
seguro que querrás saber más de Corominas. Llámame y tomamos un café.
Me dio un abrazo, besó a Estefanía y se fue
diciendo:
−¡Carlos!, ¿cómo va ese revés?
−Ricardo, no me pienso ir.
Justo después de que Estefanía terminara la frase,
entraron Domitila y unos cuantos más, en pelotas y con pancartas, gritando
consignas. Empezaron a volcar mesas y sillas, a pintar con spray las paredes.
Juanjo los increpó, los camareros forcejeaban con algunos. Hubo puñetazos,
carreras, caos. Uno de ellos se subió al escenario y pintó: Komekarnes de mierda. Afuera se oyeron
sirenas de policía.
−Será mejor que nos vayamos –dijo Estefanía.
Antes de salir miré hacia atrás y vi a toda una
promoción universitaria a la gresca en un salón de ceremonias devastado. Periodistas,
filólogos, historiadores… que se ganaban la vida de chóferes, boxeadores, comerciales,
negociantes, profesores… que vestían bien y tenían perro, hijos, un todoterreno.
Personas a las que conocí con trazas de ser sus sueños y que se habían
convertido en su caricatura. El fracaso. Que es lo mismo que el éxito, hubiese
dicho Cesáreo Corominas.
Carmina llevaba dos semanas en Coventry. Cesáreo no
regresó al pueblo el fin de semana porque había discutido con sus padres. El
sábado por la noche quedamos en vernos en el Jocker a las 11.30. Llegó a las
12:30. Aunque la espera hizo mella en mis ganas de fiesta y pensaba
reprochárselo, no pude sustraerme de su paroxismo: llegó dando abrazos, pidió
dos copas a gritos, parecía especialmente contento y no le dije nada, él
tampoco se disculpó. Toda la noche estuvo hiperactivo y sonriente. Acabó
vomitando en la parada del autobús.
Como muchas
otras veces, me quedé a dormir en su piso. El domingo me despertaron los golpes en su habitación. Entré asustado, había atravesado la puerta del
armario de un puñetazo y roto el cabecero de la cama. Gemía encogido sobre el
colchón. Le pregunté, no paraba de preguntarle, pero no dijo nada, sólo gimoteaba
y temblaba. Me senté a la altura sus rodillas, no sabía qué hacer, le puse la
mano en el costado y entonces me miró con un precipicio en los ojos, con los
ojos de un cordero recién atravesado por el hielo de la faca.
Me pidió que me fuera sin darme más explicaciones y
así lo hice: sabía que era inútil insistir. Luego supe por las amigas de
Estefanía que Carmina había cortado la relación la noche del sábado, por
teléfono. Durante un tiempo traté de hablar con él, pero se negaba en redondo.
Quedábamos de vez en cuando. Eran muy frecuentes sus cambios de humor, lo mismo
estaba eufórico, afectivo y parlanchín que lo mismo ensimismado, adusto y
lacónico. En más de una ocasión, estando yo en el uso de la palabra, se levantó
sin más de la mesa y se fue, o se puso a tomar notas en la libretilla que
siempre llevaba encima. Así que cada vez me apetecía menos verlo. Un día,
tomándonos una caña en el campus, después de Creación Literaria y sin venir a
cuento comenzó a hablar.
−La llamé por teléfono. La llamé por teléfono,
¿sabes? No sé si la llamé porque me apetecía
o la llamé porque era sábado por la noche y quería que antes de salir
hablara conmigo y yo con ella para que así nos resultara más difícil ponernos
los cuernos. Tío, la llamé y no le dije nada, en vez de hablar puse el
auricular pegado al altavoz de la radio y le di al play. El sitio de mi recreo, 2 minutos y 50 segundos de poco a nada
cuesta ser uno más, bueno, ya te la sabes. Nuestra canción, 2 minutos 50
segundos que aguantó al otro lado sabiendo que cuando acabase la canción me iba
a dejar. ¿Es una tortura o no es una tortura?
−Tío, creo que tú te has llevado la peor parte. Verás,
las amigas de Estefanía…
−Joder, Ricardito, te creía más inteligente. Me da
igual que me haya puesto los cuernos, que se tire a media Gran Bretaña, ¿para
qué hostias se creó el Erasmus si no?, bueno, esto lo digo para defenderme, la
verdad es que sí jode, jode una barbaridad. Pero es un dolor por debajo del
otro dolor. Me dejó y no me puse triste, sabía que tenía que ponerme triste,
que la situación lo requería y que me rondaban los pensamientos trágicos, pero
cuando sé que una coyuntura requiere una determinada reacción y unos
determinados pensamientos ni reacciono ni pienso como se supone que debo
hacerlo porque me centro en que debo reaccionar y pensar de esa manera. Sí, por
favor, otra caña. No sé si me entiendes, me da igual. Colgué y me pareció oír
el ruido de la lluvia sobre las calles. Todo muy literario. Al menos la
atmósfera era la adecuada, porque ponerse triste en un día soleado, en la playa
o en un parque florido no puede ser, ¿verdad? Pues claro que puede ser. Eso de
que cada vez que una pareja rompe en la ficción se ponga a llover o caigan las
hojas de los árboles, que las películas de la posguerra siempre sean en
invierno, me parece un insulto a la inteligencia. Como llovía y tenía que estar
triste, me asomé a la ventana a quedarme melancólico viendo llover. No era el
ruido de la lluvia lo que oí, era el camión de la basura, la lluvia era el
sonido del motor amortiguado por los cristales –paró de hablar, bebió cerveza y me miró−. ¿No te das cuenta? La Literatura es mucho más real que la vida, la
vida intenta imitar a la Literatura –Apuntó algo en su libreta−. Fue el domingo por la mañana. El domingo por la
mañana me desperté y en ese espacio de transición del sueño a la realidad no me
acordaba de que Carmina me había dejado, era el yo que tenía el apoyo de
Carmina, la conexión mutua a pesar de los silencios y los mares, el yo al que
me había acostumbrado. Y de repente ¡paf!, la realidad, no pude. No puedo.
Entonces sí me puse triste, no es suficiente la palabra triste. No puedo, la
cotidianeidad es una losa, los estudios, nada sirve, Ricardo, nada. Quiero
rebelarme contra los días y las noches, contra el trabajo y la felicidad establecida, no hay felicidad,
Ricardo, no existe. Qué más da –Y citó a Rimbaud−: Mi vida no es
suficientemente pesada, vuela y flota lejos por encima de la acción, ese caro
lugar del mundo. Ahora quiero a Carmina más que la quería.
Se levantó y se fue. Pasaron varios meses, fue enredando
cada vez más su discurso. Aislándose, lo que no quita que en las noches de
fiesta fuera de repente el centro de atención con sus excentricidades. Su
ebriedad era crónica e insoportable, lo mismo reía que lloraba que se sumía en
un silencio desconcertante. No iba al pueblo. La relación con sus padres
empeoró. Se quedaba en el piso. Cesáreo me dijo que su padre tenía problemas
con Hacienda y lo había puesto a su nombre, sin llegar a figurarse que tendría
mayores problemas con su hijo. Dejó de ir a clase, sólo asistía de vez en
cuando a Creación Literaria y al poco tiempo también dejó de asistir.
Estábamos celebrando San Canuto en su piso. Tirados
en el sofá, unos porros, unas litronas y Poemas
del manicomio de Mondragón.
−Cesáreo, tienes que pasar página, deja de llamarla.
Intenta conocer a alguien. No sé. ¿Por qué no te vienes con Estefanía y con sus
amigas? Vuelve a clase.
−Coño, Ricardito, ¿algún tópico más? No se puede
pasar página, todos estamos en la misma página, chocando sin parar, corriendo
en círculo. Me da igual ser feliz, ¿entiendes? No quiero vida, no hay acto más
honrado que el suicidio, no quiero la vida que se nos estipula. Sólo quiero a
Carmina, aunque ni de coña volvería a estar con ella, solo quiero quererla de
esta manera. Porque volver sería participar de la mentira. No me pidas participar de la farsa. No me
pidas que viva la vida de otro.
−Creo que tu problema es que te creíste eso del amor
puro, primero y para toda la vida. Eso es mentira, Cesáreo, hay que seguir
adelante.
−Y un huevo; tío, cada vez eres más tonto. En todo
caso el problema lo tendrán los demás, los que se resignan a seguir protocolo
establecido por otro, en busca de una felicidad que no es propia, que acaso fue
de alguien.
−¿Y tú crees que con tu actitud llegarás a ser feliz?
−Esto hace mucho tiempo que dejó de tener que ver con
la felicidad y el amor, con Carmina. Yo veo y vosotros estáis ciegos. Mi obra será mi vida, y la
titularé El Fracaso, que es lo que verdaderamente resplandece, vuestro éxito es
el verdadero fracaso. –Y leyó
del Himno a Satán lo siguiente−: Tú que
vienes de las estrellas y odias esta tierra, donde moribundos descalzos se dan
la mano día tras día, buscando entre la mierda la razón de su vida; yo que nací
del excremento te amo y amo posar sobre tus manos delicadas mis heces. –Y dijo−: Me voy,
Ricardo, me voy al Congo.
Vendió el piso y se fue al Congo de voluntario. Fui
a llevarlo al aeropuerto y se despidió alegre y citando otra vez a Rimbaud:
«Mi jornada
ha concluido, Ricardito; dejo la Europa. El aire marino quemará mis pulmones;
me tostarán los climas remotos. Nadar, aplastar la hierba, cazar, fumar sobre
todo; beber licores fuertes como metal fundido -como hacían esos caros
antepasados en torno de las hogueras. ¡Apreciemos sin vértigo la extensión de
mi inocencia!»
Volvió
escuálido y con el dengue. Se recuperó y pasó unas semanas en mi casa. Me
castigó de nuevo con el silencio. Hasta que un día sin más, con el precipicio
más hondo en los ojos:
−He visto niños con costras beber de charcos infectos, he visto
parir a niñas de trece años, a padres borrachos arrojarse a las ruedas de un
camión. Y había amor y bien en sus rostros mientras lo hacían.
Y volvió al
mutismo durante días. Sólo dormía y fumaba, apenas se alimentaba. Observé que ya no llevaba
la libreta.
−¿Ya no escribes?
−No sirve de nada. Tratar de escribir cuentos como hacíamos en
Creación Literaria, dándoles estructura y sentido, es matar la escritura. Es
más esencial el poema, es un fogonazo, y también pulirlo, buscar la perfección
es matar el impulso de escribir, que es vivir, y publicar lo que escribes un
acto de desvergüenza. Es la primera palabra, la primera idea de un poema, de un
relato, de una novela… un hombre que nace. La estructura, el mensaje, la
doctrina… es la realidad que lo deforma y lo convierte en otro. Ha de ser la
escritura libre y desnuda, sin Dios por encima, ni cauces, ni letras, como
nacen los hombres −Se detuvo y exclamó−: ¡Farsa
continua! Mi inocencia me da ganas de llorar. La vida es la farsa en la que
todos figuramos. La mayor obra de un escritor es la rebelión, y si no hay
dinero para rebelarse, el suicidio. ¡La quiero! ¡La quiero! ¡Qué egoísta!
Ya no lo vi
más. Se fue de mi casa sin despedirse. Supe que estuvo una temporada en la
ciudad, gastándose el dinero que le quedaba en alcohol. Luego, según me ha
contado Ernesto, regresó al pueblo, estuvo trabajando en una panadería, se casó
con una vecina, tuvo un hijo y murió.
En el
trayecto del hotel a casa Estefanía no pronunció palabra. Puse
la radio y sonó Sueño contigo, de Camela. Nada apropiada para nuestro estado
de ánimo y nuestro nivel cultural. Pero la mantuve, era mejor que la
posibilidad de que el silencio nos obligara a hablar. Las calles tampoco eran
apropiadas para nuestro nivel cultural.
Al llegar a
casa me puse a contestar correos. Mientras, oía a Estefanía en el aseo
retirándose los afeites. En un momento entraría a la habitación, diría «Hasta mañana»
y se metería en la cama; daría tres vueltas, siempre lo hace, y se quedaría
dormida sobre su lado izquierdo, con el brazo izquierdo bajo la almohada y con
la mano derecha en la oreja. No le molestaría la luz del ordenador. Nunca le ha
molestado. A veces se duerme conmigo al lado leyendo bajo la luz de un flexo. Pero
no. Entró en el cuarto despeinada, con la cara lavada, unas braguitas de encaje
y una camiseta interior blanca que remarcaba sus senos. Se me acercó por
detrás, me besó en la oreja y se durmió. Yo apagué el ordenador y la miré unos
segundos antes de marcharme. La noche era como todas las noches y la gente, probablemente feliz.