viernes, 20 de marzo de 2015

SALIR EN LA TELE




Don Genaro se termina el postre y se va al bar antes de que Práxedes recoja la mesa. Normalmente se sopla dos copas de coñac mientras se hace hora de entrar a clase. Últimamente son tres o cuatro, sin hielo y siempre Carlos III, porque hace poco que ha salido en El Precio Justo y la gente le dice: «¡Le vi en la tele, don Genaro!» y le invitan a lo que quiera. Él señala la copa vacía y dice: «Una cocina bien apañada que me gané.», aunque sabe que no es necesario decirlo porque todo el pueblo lo vio ganarla. Que un vecino de Entrecerros salga en la tele es un acontecimiento y hasta los que le tienen tirria se sentaron esa noche delante del la pantalla. Así que cuando ganó un regalo del escaparate final a elegir, todos lo vieron brincar de alegría y comerse a besos a la azafata (Pepi Ramírez, que por esas cosas de la vida terminaría trabajando en el porno, pero no mientras mantuviese un cuerpo turgente y una actitud candorosa ante los productores de televisión sino cuando se hiciera vieja y las carnes le colgaran, cuando la pensión no le diera para comer y se viese obligada a follarse un montón de galgos, podencos e infinidad de razas caninas a 400 cochinos euros la escena). Luego se fue hacia Joaquín Prat y le dijo: «Señor Prat, es usted un santo.», y miró a cámara llorando para saludar uno por uno a la mitad de los habitantes de Entrecerros, en especial a su prima Concha, quien mandó la carta al concurso, a su hijo Genarito (de treinta y cuatro años: por si engaña el diminutivo) y a su mujer Práxedes, que no había podido acompañarlo por la ciática. Del mismo modo, todo el mundo sabe que no mencionó a Damián por lo que no lo mencionó. (Damián es su otro hijo, o su vástago descarriado, como a don Genaro le gusta pensar en él). Resulta que la criaturita (como su madre lo llama), en lugar de seguir el camino que sus padres le habían marcado y hacerse un hombre de bien (como suele denominarse a la gente monógama, con peinado discreto y oficio decente, lo que sorprendentemente incluye la abogacía) decidió de buenas a primeras, dejar los estudios de Derecho en el último año de carrera. Pero no para meterse a cura o militar, cosa que hubiera agradado a su familia, sino para irse a Madrid a estudiar interpretación. Desde entonces no se le ha visto por el pueblo. Ahora forma parte de un grupo de teatro en el que lo mismo le toca hacer de árbol que de rey moro que de puta albanesa. En fin, ya se sabe que en el mundo de la farándula corre la droga y los actores le dan al fornicio a granel; y lo que es peor, recientemente, eso dicen los rumores, se ha afiliado a la UGT. Pero ese tema no se lo sacan a don Genaro en el bar. En el bar le dicen: «Bien contenta que estará la Práxedes», a lo que responde: «Claro». Entonces le ofrecen un cigarro y él se lo piensa unos segundos pero dice que no, que tiene prisa, que llega tarde a la escuela.

 A pesar de que lleva dos semanas con los chicles de nicotina el Opel Kadett sigue apestando a Ducados. El humo se ha impregnado en la tapicería y, no se lo ha dicho, pero el ambientador de frutas tropicales que le ha colgado Práxedes del espejo retrovisor, su olor dulzón mezclado con el agrio del tabaco, a don Genaro le parece que crea una atmósfera de puticlub. Su mujer, además, le puso una estera de bolas en el respaldo del asiento. «Verás qué gusto te da en la espalda». También una virgen de Covadonga al lado de la radio, recuerdo de su viaje a los Lagos, y una foto de Genarito y otra de ella, de cuando la boda de Concha, en la que aparece con el pelo cardado, estilo tonadillera. Sobre el asiento del copiloto lleva los exámenes de 2º B, los folios sobresalen de la cartera, tienen las esquinas dobladas y sucias. Don Genaro mira los asientos desgatados, las alfombrillas ajadas, la manivela rota. Arranca y se desprende un botón del salpicadero. Acelera y don Genaro recuerda el todoterreno, flamante, girando sobre la plataforma giratoria del plató del Precio Justo, con Pepi Ramírez saludando desde dentro cual princesa puesta de coca (en los primeros años de los 90 se tiene la idea de que la devastación física que produce la heroína no es televisiva).

Al llegar al parking del colegio aprieta la lengua contra el paladar y traga saliva, una saliva de madera caliente que le cae por los hombros y le angustia el estómago. Necesita un cigarro. Se baja del coche y cierra con llave. Camina hacia el otro lado del coche, abre la puerta del copiloto, luego la guantera, coge un chicle y la cartera. Cierra la puerta, echa a andar y saluda al conserje.

Don Genaro, usted que tiene estudios sabrá de nitratos…

Anselmo, yo soy profesor de Lenguaje y Literatura, y tengo prisa.

El profesor escupe una goma húmeda y deforme y acelera el paso.

En el aula se oyen risas, gritos, arrastrar de pupitres, riñas. Pero cuando entra el profesor se hace el silencio. Los alumnos están en su sitio, los pupitres alineados, puede que justo en ese momento un avión de papel se estrelle contra la ventana. Están acostumbrados a verlo acercarse a su mesa despacio, sin saludar, concentrado en sus pasos, como si de la puerta a la mesa hubiese un cable de equilibrista. No borra el encerado, no suele utilizarlo, es capaz de dar toda la lección con los garabatos del maestro anterior en la pizarra. Lo ven sentarse, carraspear, sacar el material de su carpeta, siempre hace lo mismo; lo organiza todo sobre la mesa, se busca los anteojos en los bolsillos de la chaqueta, los limpia, se los coloca.

Andrés Díaz Molina. Reprobado. Por presentar una calografía ilegible

Dicho esto, regresa la mirada a los exámenes y continúa anunciando suspensos despreocupado.

A ver, don Genaro, yo no tengo culpa de que usted no sepa apreciar la LITERATURA ABSTRACTA.

Se lo dice con mayúsculas y un rumor de asombro y al final una risilla recorre la clase. A don Genaro se le encrespan los pelos de la nunca. Alza la mirada y ve una cabeza descollar entre un montón de cabezas achantadas. Es Andrés Díaz Molina, conoce a su padre, su padre es un chapuzas, un buen hombre, un día le dijo que si era menester le pegara dos pescozones a su zagal y andando. Suelta los exámenes y se incorpora, agarra a Andrés del jersey, le grita y suspende la mano en el aire. Andrés huele su aliento etílico, ve unos dientes con sarro y desportillados, no oye, sólo ve una boca moverse y siente unas gotas de saliva que le caen como lápidas en el entrecejo. Entonces, para sorpresa de todos, Don Genaro lo suelta y lo manda al despacho del director con un ademán que le deja el mismo sabor que los chicles de nicotina.

Regresa el profesor a su mesa, callado y con andar pesaroso, sin molestarse en disimular la borrachera, entre alumnos extraños que calzan zapatillas con cámara de aire, en un aula en la que no hay tarima, ni dejan fumar ni pegar hostias.



Suena el timbre y los niños salen de las aulas como si una morcilla se reventara. Inundan los pasillos con su griterío, sus carreras. En poco tiempo la escuela queda desierta, puede que en ese momento una cuartilla planee en el aire antes de acabar en el piso.
En clase de Lengua y Literatura, no han permitido que don Genaro terminara de dictar los deberes. Nada más oír la sirena (minutos antes ya estaban varios con las mochilas colgadas) han corrido hacia la puerta tirando sillas y arrastrando pupitres. Luego don Genaro ha pasado por entre las mesas y ha levantado las sillas caídas. Ha acariciado el borde de un pupitre pintarrajeado. Ha ido bajando las persianas una por una, viendo a los niños subir por los solares hacia el pueblo. Unos corrían, otros se agachaban con el propósito de arrancar bulbos o cavar guas, algunos subían encorvados por el peso de las mochilas hacia las casas grises, amontonadas en la ladera de un cerro redondo y seco. Faltándole poco para terminar, ha visto la luz colarse por los agujeros de una persiana, encendiendo las partículas de polvo. Ha pensado entonces don Genaro que queramos o no estamos conectados, todos los seres, pues respiramos nuestra piel muerta. Más tarde ha pensado que vaya tontería de pensamiento.


Entra en el bar, se sitúa en la barra y sin que pida le sirven una copa de coñac. «A la primera invita la casa, don Genaro, que un famoso es un famoso le dice el dueño». El profesor se la bebe de un trago: «Bueno, bueno —dice riendo—, no es para tanto».

¡Hombre, el artista, tómate otra que te convido!

No, Agustín, gracias, tengo que ayudarle a mi mujer que tenemos el enredo de los albañiles.

Ponle otra, Pipa. Qué le iba a decir, don Genaro, con eso de salir en la tele se ligará una barbaridad.

Yo tengo bastante con la mía, Agustín.

Usted siempre tan austero. Pues en este pueblo se ve que hay maricones demás porque a un servidor se le amontona el trabajo, no sé si me entiende.

Sale el último del bar. Se tambalea por la plaza solitaria, donde sólo se oye la persiana que baja el Pipa y algún regüeldo que se le escapa a don Genaro de camino al Opel Kadett. Aparca con rueda y media encima de la acera y entra en casa.

No hay ni rastro de suciedad. Se encuentra la nueva cocina totalmente instalada, con los mármoles relucientes y los números digitales de los aparatos parpadeando.

Práxedes, ¿estás despierta? dice don Genaro cuando entra en el cuarto, pero el bulto bajo el edredón no contesta.

Se desviste y se mete en la cama. Le sube el camisón y le restriega el pene, flácido, intentando penetrarla por detrás.

Colabora un poco.

Pero sólo siente que Práxedes se tensa. Al rato se da por vencido. Le mete la mano entre las nalgas y con la otra se masturba. Cuando el movimiento es frenético y le falta poco para eyacular,  oye los sollozos de su mujer y se levanta enfadado, se pone los pantalones y se va a su despacho dando un portazo. Rebusca entre los cajones del escritorio y encuentra un paquete de Ducados. Sale al balcón. Aspira el humo y lo retiene en los pulmones. Desde allí se ve la mayoría de los tejados de Entrecerros. Se le ocurre que las antenas de televisión son como brazos estirados hacia el cielo, brazos de hambrientos pidiendo pan, y que tal vez un día le devuelvan a Damián en forma de presentador elegante. Ya se imagina arrodillado, acariciando la imagen de su hijo, y la desolación de sólo sentir el hormigueo eléctrico de la pantalla. 

Respira, suelta el humo, pero no sale nada.





jueves, 3 de abril de 2014

Cuando los elefantes luchan, la hierba es la que sufre




Vivimos una época de crisis socioeconómica, no hace falta decirlo, de podredumbre política, de pobreza intelectual. Vivimos por lo tanto una época de desesperanza, en la que proliferan voces que hablan de revolución y oídos dispuestos a escucharlas. ¿De verdad es esa la única salida? ¿Qué es en realidad una revolución?
El profesor Garrido la define como un periodo en el que se producen cambios violentos en las instituciones políticas, económicas y sociales de una nación, a mayor velocidad que en los «periodos de inercia».
De esta manera, el Antiguo Régimen (monarquía absoluta y sociedad estamental, resumiendo demasiado) desapareció paulatinamente en Europa por el efecto de tres revoluciones: la americana, la francesa y la industrial. Pero ¿cuáles fueron algunas de las consecuencias inmediatas de estas revoluciones?:
La primera consecuencia de la Revolución Americana, que comenzó con la matanza de Boston, fue la constitución de un estado capaz de redactar una declaración en la que se proclama que todos los hombres son por naturaleza libres e independientes, mientras esclavos negros sirven el té, ya sin impuestos.
La primera consecuencia de la Revolución Francesa, que consistió en una masacre festiva para matar a un rey absolutista, fue Napoleón, un emperador.
La primera consecuencia de la Revolución Industrial, fue la explotación industrial del trabajador. Aquí habría que abrir un capítulo a parte: la explotación industrial del trabajador dio lugar a teorías que dieron lugar a la Revolución Rusa, cuya primera consecuencia fue el exterminio, un régimen totalitario, que chocó en la Segunda Guerra Mundial con otro régimen totalitario, surgido también en un periodo de crisis y que también exterminaba.
Es decir, las revoluciones son un desastre añadido a otro desastre. Sin embargo, esas tres revoluciones, que bebieron de teorías de filósofos ilustrados como Montesquieu, Rousseau o Adam Smith, sembraron las ideas y sentaron las bases económicas necesarias para la consecución del régimen actual (representación parlamentaria elegida mediante sufragio y ascensión social a través del trabajo, resumiendo demasiado). Pero sucede que ante la maquinaria lenta y oxidada de nuestra democracia, la corrupción de nuestros representantes y la dificultad para acceder al mundo laboral, un ciudadano de hoy en día puede llegar a sentirse tan desamparado como un bracero de la Edad Media.
España es un buen ejemplo de ello. En España, con la excusa de atender las necesidades del español de a pie, se ha creado un entramado de administraciones excesivamente pesado (concejales, alcaldes, diputados autonómicos, consejeros autonómicos, presidentes autonómicos con sus asesores autonómicos; diputaciones, senadores, agregados en general, diputados nacionales, ministros, presidente con sus respectivos asesores y familia real decorativa; resumiendo demasiado), que hay que sostener y a través del cual las necesidades del español de a pie se difuminan, y cobran trascendencia las necesidades del español de a coche oficial. Mientras los ciudadanos sufren las consecuencias de la crisis, soportan y pagan los excesos del sistema financiero, ven crecer los casos de corrupción y menguar su bienestar, los políticos no buscan un diálogo constructivo, no hay un nuevo discurso para una nueva situación, no hay intercambio de opiniones ni voluntad de llegar a acuerdos. Se limitan a recitar el ideario de su partido, con orejeras, se conforman con que el otro lo hiciera peor y convierten el debate parlamentario en un partido de fútbol. Las hinchadas son los diputados, los diputados son personas que se dedican a votar lo que manda el partido, cosa que podría hacer una gallina amaestrada.
Ante tal panorama, cada vez más gente reniega del sistema. Por un lado hay quienes añoran la dictadura de Franco y por otro quienes abogan por una revolución. Esto, que en principio podría considerarse anecdótico, delirios que siempre estuvieron ahí, tiene hoy un aparente fundamento y adquiere dimensiones preocupantes a través de las redes sociales, donde las opiniones degeneran en proclamas.
Nadamos en un caldo de cultivo ideal para que medren iluminados con soluciones milagrosas, como sucedió en la Alemania de 1933, o que se alienten movimientos revolucionarios; tipos que suelen tener en común el estimar que hay demasiada gente viva. Tipos que se apoderan de las protestas legítimas de los ciudadanos, utilizan el cabreo generalizado y prostituyen los ideales con un único y verdadero objetivo: llegar al poder; terminan pareciéndose tanto los líderes revolucionarios a los reyes absolutistas…
A pesar de todo, uno se empeña en creer en el sistema, de la misma manera en que mi madre no deja de creer en Dios porque haya curas pederastas. Me digo que es el mejor posible y que posee las herramientas necesarias para regenerarse. Que puedo decirles que, si es necesario recortar, precisamente la educación y la sanidad debería de ser lo menos damnificado, que hay que adelgazar la administración y no sólo despedir a funcionarios de bajo rango, que abran las listas, que se escriban los discursos al menos. Conocemos esos casos de corrupción porque los juzgamos, me digo. La crisis, en lugar de llevarnos a otro desastre, ha de servirnos para adoptar una actitud crítica, exigente y responsable, a todos.
Lamentablemente, me descubro realizando un acto de fe. Y de nuevo me veo encerrado en este girar y repetir hacia la nada.
Cuando pienso en todas las instituciones creadas para ampararme, me siento tan desamparado. Cuando pienso en todos los políticos que hablan en mi nombre, me siento tan silenciado. Cuando siento aproximarse a mis salvadores, me asomo al hueco amado de mi tumba.
Más deprisa o más despacio, la historia del hombre es la historia de la masacre, y las revoluciones sólo sirven para cambiarles la cara a los asesinos.

jueves, 13 de marzo de 2014

¿Sois autobuses?



−Los lunes y los miércoles son los días de los asesinatos; los martes y los jueves, de los suicidios. ¿Te enteras?
−Sí.
−¿Lunes y miércoles?
−Asesinatos.
−¿Martes y jueves?
−Suicidios.
−¿Viernes y sábado?
−Eh… No sé, no me lo ha dicho.
−Eso no es excusa. Viernes y sábado ejecutamos a los sidosos. El domingo puedes ir a sodomizar cabras.
Al agente Niceto le cabrea tener que explicar las cosas.
−El aspirante a asesino se persona en las dependencias y rellena los impresos A7/C y A7/D. Datos personales, preferencias… o sea, modalidad: el clásico acuchillamiento, hachazo limpio, etcétera. En oficinas le sellan los papeles y le etiquetan el arma homicida, que se queda en las dependencias hasta que se le asigne víctima y fecha del crimen.
−¿Se refiere a las dependencias policiales?
−¿Vas vestido de torero?
−…No.
−¿Y yo? ¿Voy en traje de luces? —A la mesa de al lado—: ¡Fermín!, ¿Voy en traje de luces?
−No, Niceto.
Al nuevo compañero:
−¿Es esto una plaza de toros, soplapollas?
−No. Es una comisaría.
Niceto resopla. Prefiere patear las calles hasta que la niebla le escurra por detrás de las orejas. No hay nada como apalear a los mendigos por la mañana. La comisaría huele a papel, a ruido caliente de ordenadores. Huele a sudor de plástico, a impresora. El timbre de los teléfonos rebota en las paredes. Los fluorescentes blanquean el trajín, mecanizan las conversaciones y los movimientos abúlicos de los policías. El nuevo es un niñato afeminado que asiente y toma notas.
−La víctima tiene que rellenar el impreso V7/C, y el V7/D, que son iguales que el A7/C y el A7/D, salvo que en el V7/D hay un recuadro de libre redacción; el que no lo deja en blanco lo dedica a insultar a la familia. Oficinas nos pasa los perfiles y el Afiniti  los empareja con cien por cien de compatibilidad.  Las víctimas suelen ser suicidas sin cojones y, como hay cola y el papeleo se eterniza, algunas se echan atrás. Pero eso no es inconveniente: que la víctima se resista le da romanticismo al asesinato y se luce de la hostia.
Disculpe, pero… ¿podría ir más despacio?
No, ¿any problem?
Perdone, pero… ¿qué es el Afiniti?
No jodas que no sabes qué es el Afiniti. Claro, en tráfico tenéis bastante con desentrañar rotondas. Es un programa informático que, basándose en los datos de los perfiles, asocia a los aspirantes con mayor grado de afinidad. Oye, ¿tú te pajeas?, seguro que te pajeas mirando fotos de cabras.
Y prorrumpe en carcajadas ante la mirada atónita del novato, que se remueve incómodo en el asiento. La hilaridad de Niceto crece  hasta el punto que se le ruborizan los mofletes y se le encharcan los ojos. De pronto, como si alguien pulsara un interruptor en su cabeza, solemniza el rictus y continúa hablando.
Los suicidios llevan menos faena. El suicida tiene que rellenar el impreso V7/C. También hay un recuadro de libre redacción, pero no se admiten tostones filosóficos, sólo insultar a la familia. La fecha de la muerte se le notifica por sms. Nosotros nos personamos en su casa y nos ocupamos de que todo se haga conforme a los documentos. ¿Te coscas o no te coscas?
−Sí, señor.
−¡Oh, no! No me llames señor —dice abrumado—. Ya que vamos a ser compañeros llámame… amo o excelencia…  no, mejor alteza… no, mejor… ¿Estamos?
−…Sí.
−¿Sí qué?
−Sí…¿estamos?
  La instrucción del nuevo, al que había tachado de inepto nada más verle las trazas y ahora de subnormal, agudiza la asfixia que le produce el trabajo de oficina. Hay un dispensador de agua al fondo del pasillo, junto a la sala de interrogatorios y la máquina del café. El botellón está ligeramente quebrado y resuda. Cuando se forma una gota en la superficie del plástico una pequeña burbuja emerge y explota en sus oídos. Legajos de informes cambian de mesa sin que nadie los concluya, van ajándose hasta que alguien los cuña y los confina en el archivo. La puerta del archivo se abre y exhala un aliento de fosa que se estampa en el flequillo ralo de Niceto. Fermín siempre se sienta en borde de la silla, inclina la espalda hacia delante y apoya los antebrazos a lo ancho de la mesa. Posa la barbilla sobre los dedos enlazados y lee una revista. Los anteojos se deslizan por su nariz punteada de gotitas brillantes y poros sucios; a Niceto le repugnan las marcas rosáceas que el armazón de las lentes graba en la piel de Fermín. Más lejos se encuentra el despacho del comisario. En estos momentos reprende a alguien tras el cristal; los improperios empañan el cristal y  avanzan amortiguados hacia su rostro pansido.
Le llamaré como quiera —dice el nuevo—. ¿Sabe?, para mí es un honor trabajar con usted.
Niceto cuenta con dos condecoraciones; una por descubrir y quemar una biblioteca clandestina en el Otoño de las Manos Frías, durante la purga literaria; otra, hace poco, por denunciar a su antiguo compañero ante la Comisión de Culto al Líder, que se encarga de velar por que la adoración al caudillo sea unánime y apasionada, y de detectar posibles «fisuras» y «depurarlas». Niceto se percató de que Willy sólo movía los labios durante el himno y en una ocasión le oyó sugerir que el Amadísimo, tal vez, se estuviera haciendo viejo.  Se puso en marcha una investigación secreta; ya se sabe, se encontraron indicios que llevaron a conclusiones, se le acusó de planear un atentado contra el Líder y Willy desapareció de la faz de la tierra.
En principio, a Niceto le iban a preparar una ceremonia por todo lo alto; nada menos que Stuart de Dios, ministro de Interior y Adoctrinamiento, le impondría la medalla. Su foto saldría en la portada de los periódicos, lo aclamarían como héroe nacional y el Amadísimo le invitaría a tomar café todas las tardes; tales cumbres alcanzaban las quimeras de Niceto, aunque supiese que el pueblo cree a ciegas en la inmortalidad del Amadísimo, y no concibe que una bala del 39 pueda ocasionarle algún daño.
En el último momento, a Stuart de Dios lo requirieron asuntos de vital importancia, el acto se canceló y en su lugar un funcionario de poca monta le entregó la distinción en el parking de la comisaría y le estrechó una mano fofa y húmeda. Encima, en vez de tocarle un adlátere hosco y feo, que escupa y maldiga, le encasquetan un pimpollo, muy rubio y muy finolis, perfumado, que lo mira con devoción. Esto le toca las pelotas a cualquiera.
−¿Y tú cómo te llamas, capullito?
−Sereno García.
−No me gusta. Te vas a llamar Capullito.
−Pepero…
−Se me calle.
−Pe…
−Chitón. Lo de los sidosos está claro, ¿no? Cumplimos la ley de saneamiento; se les electrocuta y punto.
Faltan unos segundos para que den las 9. Dejan de sonar los teléfonos, de gruñir las impresoras. Todos los agentes suspenden sus asuntos y forman frente al retrato del Amadísimo. Cada uno ocupa su puesto. Ninguno se retrasa. Fermín tiene calculados los pasos que dista cualquier rincón de la comisaría hasta el retrato del Amadísimo, y el tiempo que tarda en recorrerlos según le apriete el reuma. La estampa es igual que la que uno se puede encontrar en los ministerios, los colegios, los hospitales, las fábricas, las granjas, las casas ricas y las pobres, en los restaurantes y en las casetas de racionamiento, no sólo en la capital sino en todo el país. La misma imagen se reproduce en los cines (antes de que comiencen y al terminar las películas, basadas todas en sus «proezas bélicas contra los mundos depravados de afuera») y en la cabecera de los noticiarios, incluso hay dos canales de televisión que se ciñen a emitir la imagen del Amadísimo con el himno de fondo las 24 horas del día, y son los de mayor audiencia (junto con el Chánel 5, que programa constantemente las 19 temporadas de los Power Rangers). En la estampa, el Amadísimo aparece montado en un semental castaño con la crin al viento que pisotea dos leones. Va vestido con el uniforme de Power Ranger Negro, sin casco. El retrato se pintó cuando tenía 39 años, atendiendo en la era digital a una más de sus veleidades, pero sus facciones son aniñadas: mentón retraído, boca diminuta, pegada a la nariz, frente ancha y pelo arremolinado. Con una mano sujeta las riendas y con la otra blande una rosa y una espada. De fondo hay unas montañas nevadas, empequeñecidas, y un sol también raquítico en comparación con su facha resplandeciente. Cuando son las 9 en punto de la mañana, el país entero se detiene y, con entusiasmo, el brazo alzado, canta el himno:
¡Oh, Amadísimo!
¡Oh, amante amador de todos!
¡De todos, padre!
¡El hierro y la flor en tu mano!
¡Tu gloria nos hace grandes!

En la comisaría, el comisario grita con ojos chispeantes:
—¡Go go!
A lo que todos responden al unísono:
—¡Power Rangers!
Y de nuevo:
—¡Go go!
—¡Power Rangers!
Da un paso al frente y se gira para ver bien a sus hombres. Guardan un adoquín de distancia; los pies juntos, el brazo tenso, el mentón apuntando al techo. «Fermín, ratón de oficina —piensa el comisario—. Luis, simplón y musculoso, ideal para transportar cadáveres. Kevin, Robert, Santos, Niceto…»
−¡¿Sois autobuses?! —dice.
Un silencio interrogativo se expande por la sala. Fermín se estira de tal modo que se tambalea. El comisario está frente a él.
Decidme, coño, ¿Sois autobuses?, Fermín, ¿eres un autobús?
−¡No, señor!
Rápidamente el comisario echa mano de su pistola, pero se le engancha en la funda y tiene que tirar varias veces. En ese instante, Fermín suda a chorros, las sienes le van a estallar, ¿por qué le pesan tanto las orejas, va a morir ahora, por qué mierda le pesan tanto las orejas?, sólo se le ocurre decir: Tiene que abrir la, pero antes de que termine la frase el comisario le ha pegado un tiro.
Los demás procuran mantener el tipo, se oye algún jadeo, algún llanto.
El comisario sigue andando y tiene que dar un saltito para no pisar la sangre de Fermín.
—¡Joder, ¿sois autobuses o no?!
 Alguien le da un pañuelo al comisario para que se limpie. Se para frente a Niceto, que tiene en la cabeza millones de respuestas, que tiene la cara llena de salpicaduras de sangre, que se ha meado encima, que se echa a llorar; pero el comisario le tiende el pañuelo y sigue andando. Mira a Santos, que tiene una mota de sesos en el labio que le pica una barbaridad pero que no se mueve ni un milímetro, que mira una grieta en el techo como si viera a Dios. Pasa frente a Capullito, que sólo piensa en su madre, y retrocede de nuevo hasta Niceto, que está terminando de limpiarse ya más tranquilo.
—Dime, hijo, ¿Eres un autobús o no?
—¡Sí, señor! —contesta Niceto.
Y el comisario le pega un tiro en la cabeza y su cuerpo cae como una mierda densa en el váter. En la cabeza, y su cuerpo cae como una mierda densa en el váter.


            


miércoles, 22 de enero de 2014

Una última cosa

(Conversación real en el hospital de Hellín)


Hoy he ido al dermatólogo. Voy cada tres meses para controlar el tratamiento de la psoriasis. Hay cosas que siempre estarán conmigo. La consulta se encuentra justo al lado de ginecología y los pacientes nos sentamos en el mismo banco. Algunas mujeres no lo saben y hasta que no se dan cuenta, me miran como si fuera un extraterrestre. La gente que llega trae consigo el frío y las prisas de la calle, pero al poco de sentarse ya parece que estuvieran siglos esperando. Se diría que nos convertimos en parte del decorado, en plantas de plástico cubiertas de polvo. Hablamos poco, si acaso del tiempo o alguien dice: «Hay que ver lo mal que está todo.» Cuando se abre la puerta de la consulta, estiramos el cuello como pajaritos en busca de alimento, pero siempre es a otro al que llaman. Yo miro el móvil o a los pies de las que tengo delante, no sé qué decir. Ya sabes, es una idea que no me quito de la cabeza, ya sabes, es incómodo: son mujeres que me las encontraría en misa, si fuera…
Pero hoy habían dos chicas jóvenes. Ya estaban allí cuando yo he llegado; al rato he deducido que era la primera vez que iban al ginecólogo, solo una, la otra iba de comparsa.
—Mierda, se me ha olvidado coger las llaves —ha dicho una.
—Que te abra él —ha dicho la otra.
—Últimamente se me olvidan mucho las cosas.
—Sí, el sábado se te olvidó que tenías novio.
—Fue el alcohol.
—Sí, tía, el alcohol.
—Es que es muy soso.
—Ya.
—Es tan soso que no vale ni para el cigarro.
—¿Y qué vas a hacer?
—Cómo que qué voy a hacer, pues nada.
La que estaba a mi lado ha cambiado de postura y la amnésica ha seguido hablando.
—Es que no sabe besar ¿sabes? Eso de calentar no se le da muy bien.
—Claro.
—Luego tiene aguante y eso, pero no sabe besar. Así como algunos te llenan de babas y una se queda… pero no sabe besar.
—¿Y el del sábado?
—Ni me acuerdo, tía, lo tengo que llamar. Oye, no te dará vergüenza…
—No, no, pero...
Entonces se ha abierto la puerta de ginecología y han llamado a la amnésica. La otra también se ha levantado y la ha seguido, pero antes de entrar y en voz alta le ha dicho.
—Eh, tía, cuando te metan eso, ¿te cojo la mano?

domingo, 5 de enero de 2014

Frío y Lejos


Aquí los japoneses cuando se enfadan gritan e insultan en japonés, y los rusos en ruso; yo tengo que ser educado y respetuoso todo el tiempo, es lo que más claustrofóbico me resulta. ¿Llevaste a Pingo al veterinario? Seguro que el señor Duham podrá darle las pastillas. Te echo tanto de menos, cielo. Estoy deseando volver a abrazarte. Aquí todo es frío y lejos. Cariño mío, dulce amor, te echo tanto de menos. Me acuerdo de ti y de tu profesor de yoga cada uno de los 16 atardeceres que tiene el día. 

 Robert Phill 
 Desde la Estación Espacial Internacional



viernes, 27 de diciembre de 2013

3,60 el kilogramo


Los corderos viven tranquilos. Sus únicas preocupaciones son mordisquear la paja y chupar de la ubre de su madre. Cerca de la noche, cuando se oyen los cencerros en el monte, golpean con la pata en el suelo, levantan la cabeza. El ganado serpentea entre los pinos y acelera el paso y el perro ladra. A esas horas los cuervos ya no se reflejan en el agua del pilón. Cuando maman, su madre los lame y les olisquea el rabo, ellos empujan con más fuerza, se estremecen del gusto. Las ovejas reconocen a su cría por el olor y el balido. Reconocen el olor y el balido de su cría en medio de una nube de olores y balidos que viaja por el campo y ensucia las aljumas. Si están sanos, les reluce tanto el pelo que deslumbra. A veces corren de un lado a otro de la cerca y juegan a toparse, triscan. Son frioleros, en cuanto sale el sol se tienden, apoyan la cabeza sobre el que tienen al lado. Están en la gloria porque van cerrando los ojos y sueñan, digo yo que soñarán, con lo que quiera que sueñen los corderos, supongo que con ubres prietas de leche. Para entonces el agua es plateada y puedo arreglarme los rizos.

jueves, 31 de octubre de 2013

Fueron las Piedras





Entreabrió los ojos justo cuando la oscuridad de su cuarto comenzaba a palidecer y los gruñidos de los muebles se iban haciendo imperceptibles. Mantuvo la cabeza en el olor rancio y caliente de debajo de las mantas un poco más, mientras sus neuronas se desentumecían, mientras afuera la luz iba destapando todas las cosas despreciables. Primitivo Suárez disfrutaba de ese instante en que aún no recordaba quién era y nada podía torturarlo.
A su lado había un despertador con las manecillas fosforescentes. Se lo dieron en la caja de ahorros por hacer un plan de pensiones. Era de forma cuadrada, cosa que a su mujer, que hasta entonces no se le había ocurrido que los relojes pudieran dejar de ser redondos, le pareció algo digno de admiración. Pero la aguja del segundero emitía un sonido insoportable, parecido al de los besos cortos y secos. Durante las primeras noches a Primitivo no le dejaba dormir, y a su mujer le habían dicho que es posible que ese sonido se contagie al corazón, hasta que empieza a latir a ese ritmo insano y te da un infarto mientras duermes. Con esa angustia se iban los dos a la cama. Antonia propuso ponerlo en la cocina o tirarlo a la basura, pero su marido le dijo que hiciera el favor de callarse, que era un reloj de dormitorio y pasara lo que pasara las cosas que te regalaba el banco había que aprovecharlas. Al poco tiempo se acostumbraron y dejaron de oírlo.
Antonia se había levantado veinte minutos antes. Sin encender la luz y sin hacer ningún ruido, había encontrado las zapatillas y la bata. Después le había calentado los calzoncillos en el brasero, le había dejado la muda preparada encima de la cómoda y había vuelto a cerrar la puerta despacio, con un gesto de estreñimiento. Cuando sintió los pasos de su marido en el pasillo se le cayó la tapa de una fiambrera. Estaba preparándole el almuerzo con el vientre apoyado en el mármol.
Buenos días dijo sin girarse.
A Primitivo le esperaba un vaso de leche humeante en la mesa de la cocina. Se sentó sin contestar y alargó los brazos sobre el hule. El vaso le quedaba cerca del pecho e inclinó la cabeza.
Te voy a echar bacalao con tomate ‒dijo Antonia.
La mujer hablaba sin dejar de mover tuppers y pasar la bayeta por la encimera. Primitivo vio unos pequeños grumos de cacao flotando en la leche.
  Hoy voy a ir a las Amas de Casa ‒siguió diciendo Antonia.
Primitivo agachó un poco más la cabeza y abrió los ojos de par en par. Los grumos de cacao dejaban una estela al deshacerse, como sangre escurriendo por el fregadero.
Ya lo tienes dijo Antonia al darse la vuelta. ¿Qué haces? ¿Qué pasa, aún está caliente? Te cambio el vaso.
Antonia cogió un vaso frío y al aproximarse a la mesa Primitivo la agarró de la muñeca con tanta fuerza que el vaso frío se hizo añicos en el suelo. Él continuaba con la mirada fija en la superficie de la leche caliente.
¿Qué es esto?
Es tu desayuno.
Primitivo la miró como si acabara de advertir su presencia. La cogió de la nuca y apretó hacia abajo, encorvándola hacia la mesa, que se estremeció derramando parte de la leche.
¿No lo ves?
Antonia sentía cómo le tiraba el pelo y las uñas de su marido clavadas en la piel.
−¿No lo ves? ¿No lo ves?
De pronto Primitivo pareció relajarse. Antonia dejó de sentir presión sobre la nuca y tuvo un momento de alivio. Tras unos segundos en silencio, acercó su cara a la de Antonia con la expresión de quien es capaz de visualizar todos los microorganismos asquerosos que habitan en el cutis. La mujer vio la maraña de pelos húmedos que brotaba de su nariz, oyó el silbido del aire atravesándola. Olió su aliento a tabaco negro y tuvo la amarga sensación de que era su aliento. Vio sus labios escamados, con motas de saliva viscosa en las comisuras. Vio que se abrían y contorsionaban lentamente, hasta dibujar una sonrisa.
Está caliente dijo.
La soltó, cogió su almuerzo y se fue a trabajar.
Antonia se dejó caer en la silla mientras se decía muchas cosas enredadas a sí misma, de la cuales solo pudo entender que tenía que barrer los cristales. Al cabo de un rato se dio cuenta de que estaba intentando recogerlos con una sartén.

El viento raspaba una masa solitaria de nubes. El sol ascendía despacio, allá, sobre una hilera de pinos abandonados entre los cultivos. Más bien era una luna frágil y temblorosa que luchaba por desprenderse de los brazos de los árboles. Primitivo daba tumbos en su Rieju Confort 501 por una carretera angosta y plagada de baches. En la parte trasera le había acoplado una caja de plástico que utilizaba para llevar el macuto y las tijeras de podar, o el perro cuando se iba de caza. La esponja del asiento estaba totalmente desgastada; Primitivo había amarrado al chasis unos cuantos sacos de pienso que le proporcionaban un pésimo acolchado. La carretera se retorcía hacia el oeste sobre la espalda rocosa de una colina. Llevaba un casco sin visera. Más allá de la colina, la carretera se estrechaba y el asfalto se abombaba por las raíces de los árboles. El dolor de culo le subía hacia las costillas. El viento frío le arrancaba lágrimas blancas que terminaban empapando el interior del casco. El viento frío se le colaba por el cuello de la camisa y le ponía los pezones tiesos. El viento frío penetraba por los agujeros de los guantes y sus dedos se volvían de metal. El viento frío le golpeaba en la parte inferior de las espinillas y ascendía por el hueco de los pantalones. Le gustaba esa sensación, y el ruido ronco y monótono de la Rieju.
A orillas de la carretera, algunos tractores comenzaban a labrar. Primitivo se desvió por un camino que empezaba cuesta arriba, aceleró al entrar y pequeñas piedras salieron despedidas. El camino serpenteaba entre olivos viejos, viñas y pedregales. Luego se allanaba y a pocos metros caía en pendiente, allí aprovechó para poner la moto punto muerto y dejarse llevar por la inercia. Más viñas, todas iguales, almendros en los ribazos. Atravesaba una rambla seca, en cuyos lados relucían rocas subterráneas. Continuaba el camino, se perdía entre bancales grises y olivos silenciosos, se marchaba tan lejos que se juntaba con la sierra y la sierra con el cielo. Pero no Primitivo, Primitivo ya había llegado a su viña.
 Detuvo la moto donde no estorbase y se puso a podar. En la parcela colindante estaba labrando su vecino Agustín y la polvareda le hacía el trabajo más engorroso. Mierda viento. Agustín giró su tractor al llegar a la linde y saludó a Primitivo con la mano. Éste permaneció erguido entre las cepas, sin un gesto discernible en el rostro. Una vez que el vecino no podía verlo, alzó el brazo y sonrió tan exageradamente que el polvo se hizo barro en sus mellas negras y profundas. Los hombres levantan la tierra y el viento se la mete en la boca, se dijo antes de volver a combar la espalda. El viento araña las casas. Los hombres sacan las piedras, los días son largos como ataúdes, se empeñan, y el campo bosteza, y el viento se nos pega a la piel y nos agarra las venas y nos desbarata.
Y el caso es que todo sería aceptable si el hijoputa del Agustín no estuviera dando por culo.
Cuando tuvo hambre se dispuso a almorzar. Había una piedra lisa debajo de un olivo, la consideró buen asiento, pero antes le pidió permiso y la piedra le dijo que hiciera lo que quisiese, que ella estaba hastiada de ver pasar los siglos de los hombres. Sin comprender muy bien la respuesta, el agricultor apoyó las posaderas sobre ella. El olivo, en cambio, era como suelen ser los olivos: poco habladores.
Te has sentado aquí adrede, ¿verdad? le dijo la piedra a Primitivo Suárez.
Puede ser.
Sacó la fiambrera de bacalao y media barra de pan. Con la navaja iba cortando pedazos de pan y mojándolos en el tomate mientras observaba los surcos torcidos en la parcela de Agustín.
¿Lo vas a matar?
Puede ser.
Matar a un hombre es matar a un hombre.
Poco perdemos si me cargo al mierda seca ese.
La carne es blanda.
Siempre jodiendo. Me labra las lindes, me atropella el perro, se ríe en el tute…
−Todos se ríen.
−Ése lleva el sino de la jodienda grabado en la frente, como mi prima Isabel, que nació de culo porque quiso.
−¿Y quién te puso el mote?
−Así lo dijo la comadrona: «porque quiso».
−Di, ¿quién te puso el mote?
Agustín.
Y no te olvides de que tu mujer te la pega con él.
−No, eso sí que no.
−Vamos, si lo sabe todo el pueblo.
−Mi Antonia es una santa.
−Ya, y yo doy conferencias.
La nube de polvo que levantaba el apero del vecino cayó sobre él y le echó a perder la comida.
¿Ves? Encima se chulea. Le va diciendo a medio pueblo que no tienes huevos.
Primitivo se había encendido un cigarro y chafaba hormigas con un sarmiento.
¿Te acuerdas del despertador, Primitivo? ¿Te acuerdas de cuando viste esas manchas blancas en el cristal? ¿Te acuerdas de que ella quería llevárselo del dormitorio y tú no lo permitiste para que se jodiera y todos los días al levantarse supiera lo puta que es?
Dio una calada profunda y aguantó el humo en los pulmones. Entonces intervino el olivo:
Déjalo, ¿no ves que no tiene valor de matar a nadie?
  Y la piedra comenzó a reír; las carcajadas se contagiaron al resto de las piedras, a las hormigas, a las cepas, «No son cepas, Primitivo, son las uñas del diablo», a los pinos, a las liebres. Se levantó y se puso la mano en la frente a modo de visera. La colilla apagada en la boca; la navaja, destellando de limpia que la tenía, lista en la otra mano y rabia, mucha rabia vieja dentro.